Desde hace algún tiempo me había propuesto abordar este complejo e interesante tema, a partir de prestar atención a los variopintos atuendos en los escenarios en los que alterno y, especialmente, inspirado en la intención de compartir propuestas y reflexiones. El vestido revela nuestros gustos, preferencias y estados anímicos. Es esencial entender su significación.
Para empezar, creo útil resaltar la pertinencia de reconocer nuestros rasgos y “estilo”. Este último está formado por sus accesorios, modales, perfume, detalles, etc. Defina el suyo en correspondencia con su personalidad y sortee imitaciones como acontece con una inmensa mayoría de hombres y mujeres huérfanos de identidad. Recuerde: “Hay quienes cambian de estilo cada mes, pero en realidad, esa es la prueba de que no hay un estilo”.
Este asunto implica dedicar unos momentos a la autoestima que, por cierto, se halla reflejada en la manera como saludamos, conversamos, interactuamos, respondemos a situaciones de tensión y en nuestra valoración. De allí la conveniencia de analizar su estrecha analogía. Amarnos, respetarnos y admitirnos conlleva preocuparnos de nuestro arreglo integral.
Quiero hacer referencia a la efímera y cambiante “moda”, que siempre se establece por factores económicos y sociales, mientras el “estilo” prevalece en el tiempo. Renuncie a la habitual y afiebrada obsesión de hacer alarde de la novedad del momento; es costosa y no implica lucir acertadamente. Los colores y modelos perfectos para el alto, no quedan bien al pequeño y así sucesivamente. Rehúya ropas incoherentes con sus particularidades: solo logrará despersonalizarse, caer en el ridículo y demostrar inexistente buen gusto.
Si es menuda prescinda botas, pantalones a la cadera, vestidos largos, estampados exagerados, bolsos voluminosos -que parecerán su maleta de viaje- y elementos orientados a acentuar su reducida estatura. Es preciso conocer los tonos coincidentes con su porte y mantener ocultas las prendas íntimas. En las redes sociales percibo múltiples fotografías en las que se divisa la ropa interior. Obvie una montura de anteojos desproporcionada para su rostro y, además, no ponga los lentes encima de la cabeza: es espantoso y rústico. Solo falta el lápiz arriba de la oreja para simular a la despachadora de una pulpería.
Dentro de este contexto, aconsejo a una señora de avanzada madurez declinar recurrir al guardarropa de su hija, nieta o bisnieta. Por elemental tino debe reconocer las partes de su cuerpo que se recomienda ocultar. Me sorprende observar con frecuencia polos apretados, colores risibles, blusas de manga cero, escotes atrevidos, mini faldas, shorts y jean rasgados que las hacen verse estrafalarias e infantiles. Al parecer, buscan suscitar la atracción negada en su lejana juventud o un exiguo amor propio.
Igualmente, innumerables señores mayores ostentar corbatas con dibujos estridentes, camisetas coloridas y un sinfín de ropas -que desentonan con su edad- seguramente prestadas de un descendiente suyo. Combinan prendas casuales con formales, calcetines estampados con terno, camisas de manga corta con saco y, por último, exponen sus mudas íntimas. Incluso se ve descolorido su cabello pintado.
La prudencia recomienda omitir colocarse excesivos complementos como sortijas, símbolos religiosos, medallas, prendedor en la corbata, escarapela en el saco y esclava: presentan a los caballeros como un simpático monigote de feria. También, las damas incurren en esta llamativa costumbre de exhibir joyas aparatosas, ruidosas y exageradas: podrían parecer una colorida muñeca andina. Si tiene bajo porte prescinda de aretes largos o circulares y collares enormes; más grave aún si padece sobrepeso. La sobriedad es sinónimo de finura.
Sentirse “joven”, como tantas veces oímos, no denota ser “joven” en términos cronológicos. Propongo enorgullecernos de los años que llevamos a cuestas y usar trajes inherentes a su generación. Aprendamos a afrontar con satisfacción nuestro ciclo de vida y hagamos gala de un comportamiento libre de improperios. Vivamos con regocijo, entusiasmo y discernimiento nuestra edad.
Preocúpese de la óptima calidad de su ropaje, en reemplazo de la cantidad. La palabra “elegante” -viene del latín “elígere”- significa elegir y, por lo tanto, seleccione en función de la edad, hora, clima, ocasión y particularidades corporales. La exquisitez no se circunscribe al acicalado, al maquillaje y a las costosas alhajas; se aprecia en la acertada postura, la atinada actitud y el honroso proceder. Tenga en cuenta que “la elegancia no consiste en ponerse un vestido nuevo”.
Desde mi punto de vista, incluye la discreción, el sentido común, el recato y un conjunto vasto de peculiaridades que define nuestra cotidiana conexión humana. Abundan mortales de envidiable atractivo, costoso e inigualable vestir y deplorable obrar. Entendámosla como la fusión de rasgos convergentes con las habilidades blandas, la cultura y los valores. No todo lo proyectado está circunscrito a lo exterior; los componentes espirituales, éticos e intelectuales tienen inequívoca repercusión.
Es vital cuidar nuestra conducta. Sobre todo, ahora que está en boga asumir ciertos liberalismos extremos e inconvenientes en nombre de la igualdad de género. Por ejemplo, la fastidiosa insistencia de la mujer -en su terca intención de atraer la atención del hombre- que, para tal propósito, es portadora de un vestuario ausente de mesura. He conocido en los últimos tiempos sesentonas -disfrazadas de lozanas y presumidas quinceañeras- con usanzas empalagosas, irritantes y huérfanas de mínima circunspección, educación e intuición. Una muestra del “iceberg” de la indelicadeza vigente en el siglo XXI. Con esta afirmación niego asumir una absurda y deplorable posición machista: únicamente esbozo mi honesto testimonio.
En el ámbito laboral sugiero exceptuar las llamativas, brillosas, ceñidas, transparentes y encaminadas a distorsionar su apariencia ejecutiva. Su vestimenta es un soporte revelador de su semblante profesional; ostente uno pulcro y acorde a su actividad, jerarquía y esfera empresarial. Evite ser confundido por hacer alarde de una figura y actuación incompatibles con su puesto. Cuanto más encumbrada y visible es su posición en la organización, más escudriñado será por sus colaboradores. Recuerde: usted acarrea el emblema corporativo de su centro de trabajo.
Su atavío es una perceptible “tarjeta de presentación”. Soslaye decir “nadie lo va a notar” o “mi ropa no es importante”, obvie trajes antiguos, deslucidos, ramplones, fallados o de tallas incompatibles: lo harán mostrarse desaliñado. A pesar de parecer discriminatoria la expresión “como te ven, te tratan”, asumamos su transformo.
Ratifico sin ambigüedades lo dicho en mi artículo “Los ´horrores´ de la etiqueta social”: “…Existen individuos segados por la moda y carentes de criterio que portan prendas de verano con las de invierno, sacos desencajados, maltrechos, de ordinaria calidad -comprados en los ´cierra puertas´- y deficientes corbatas chinas adquiridas en populosos centros comerciales; concluyen vestidos como genuinos ´ekekos´. Sugiero lucir de acuerdo a su desempeño y vístase ´para el cargo que aspira ocupar´. Mantenga un estilo coherente con su personalidad, edad, actividad, hora y características físicas”.
Al mismo tiempo, describe sus capacidades o limitaciones para forjar una convivencia interpersonal asertiva, afable e inteligente. El vestuario “habla” y será un componente -más allá de prejuicios- a su favor o en contra y, además, puede contradecir la imagen que ansía propalar. No subestime su extendida influencia en el concepto que se harán de nosotros. ¡Piénselo!
Al concluir este escrito encuentro entre mis apuntes esta sugestiva cita de la afamada diseñadora francesa Coco Chanel: “La elegancia no es un privilegio de los que han superado la adolescencia, sino de los que han tomado posesión de su futuro”. Su contenido evoca la trascendencia de aceptarnos y albergar sin desmayos una mirada colmada de nuevas ilusiones en nuestro existir.
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