Seguramente todos conocemos el afamado “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras” (1853), del músico, pedagogo y diplomático venezolano Manuel Antonio Carreño Muñoz (Caracas, 1812 - París, 1874); un personaje con una formación excelsa y humanista, sobrino del prócer y educador Simón Narciso Carreño Rodríguez. Esta publicación alcanzó enorme éxito y cuantiosa circulación mundial -con énfasis en los países de habla hispana- y marcó un precedente en la producción bibliográfica de la etiqueta social.
Hace unos días me propuse releer este relevante texto obsequiado por mis padres Danilo y Amelia hace casi 40 años y que, por cierto, atesoro en mi biblioteca como un valioso material de consulta y, especialmente, es uno de los tantos recuerdos de la dedicación de mis progenitores por mi educación. Su repaso siempre será de invalorable aporte a fin de conocer conceptos, inspirados en el cristianismo y la moral, encaminados a garantizar el óptimo comportamiento en lugares públicos y privados.
A continuación, comentaré aspectos de actualidad de esta obra que está organizada en dos partes “Deberes Morales del Hombre” y “Urbanidad y Buenas Maneras”. Encuentro oportuno el análisis de “nuestros deberes” para con Dios, la sociedad, la patria, nuestros semejantes y con nosotros mismos, al subrayar: “La posesión de los principios religiosos y sociales y el reconocimiento y práctica de los deberes que se desprenden, serán siempre ancha base de todas las virtudes y buenas costumbres”.
Carreño Muñoz define la “urbanidad” -incorporando valores y cánones éticos- como “el conjunto de reglas que debemos observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia a nuestras acciones y palabras, y manifestar a los demás las benevolencia, atención y respeto debidos”. Añade que “emana de deberes morales, y como tal, sus prescripciones tienden a la conservación del orden y buena armonía”.
La usual y tan citada frase “saber ser, saber estar”, a la que recorren los expertos en esta temática, es considerada al aseverar “es muy importante que cada individuo sepa tomar en sociedad el sitio que le corresponde por su edad, investidura, sexo, etc. Se evitaría muchas situaciones ridículas si los jóvenes fueran jóvenes sin afectación y los viejos mantuvieran cierta prudente dignidad”.
Existe un reconocimiento al representativo rol de la “mujer” necesario de resaltar en un contexto en el que aún subsisten lacerantes y censurables rasgos machistas. Al respecto dice: “La mujer es merecedora de nuestro respeto y simpatía, por su importantísimo papel en la humanidad como esposa y madre. Su misión no se limita a la gestación y crianza física del ser humano, que por sí sola le importa tantos sacrificios, sino que su influencia mental y moral es decisiva en la vida del hombre”.
Hace una exhortación a la “tolerancia” -como un principio de la vida cotidiana- y, por lo tanto, a la convivencia al anotar “pensemos, por último, que todos los hombres tienen defectos y que no por esto debemos dejar de apreciar sus buenas cualidades”. Una acotación válida en momentos de visible confrontación y tensas relaciones humanas.
Se extiende en el “aseo” no solo por su importancia para el cuidado y la imagen personal, sino por su implicancia para el derecho ajeno, al precisar “no se limitan a nuestras personas y a lo que tiene relación con nosotros, sino que se extiende a nuestros actos que afectan o pueden afectar a los demás”. Allí coincide con las palabras del filósofo francés Jean Paul Sartre: “Mi libertad se termina dónde empieza la de los demás".
Describe pautas para la “conversación” de incuestionable vigencia: “Guardemos de mezclar en nuestra conversación palabras, alusiones o anécdotas que puedan inspirar asco a los demás y de hacer relación de enfermedades o curaciones poco aseadas”. Aconseja evitar discutir con prójimos indiscretos y desprovistos de buen carácter; incide en mantener una plática general en espacios colectivos y considera una “incivilidad llamar la atención de una persona para conversar con ella sola”. Censura el hablar de nuestras familias, enfermedades, conflictos, negocios o asuntos profesionales y reprocha a quienes tienen un asunto favorito sobre el cual discurren en todos los círculos en que se encuentran. Este capítulo me pareció de extraordinaria utilidad en nuestros días.
La relación de “vecindad” es reseñada con amplitud. Sugiere esforzarnos para forjar una vinculación respetuosa, empática y solidaria al referir: “Cuando en familia vecina ocurre un accidente desgraciado, debemos ofrecerle nuestros servicios, si tenemos motivos para creer que les sean necesarios”. Aportes de esencial trascendencia en sociedades apáticas y carentes sentido de pertenencia.
No omite referirse a la importancia de “agradecer” al retornar de un viaje. Una costumbre, olvidada con reincidencia, sobre la que anota: “Luego que hayamos regresado al lugar de nuestra residencia, aprovecharemos la primera oportunidad para escribir a los amigos una carta muy afectuosa y llena de expresiones de agradecimiento”.
Acerca de las asiduas e impertinentes “visitas” insinúa rehuir hacerlas en horas de comer por ser inoportunas y “cuando al entrar a una casa advertimos que las personas que buscamos están en la mesa, debemos retirarnos inmediatamente”. También, cuestiona a quienes están habituados a invitarse a sí mismos: “Al entrar a una casa y notar que hay una reunión extraordinaria, o la persona que buscamos va a salir, y siempre que consideremos no haber llegado oportunos, retirémonos al punto, sin que nadie lo advierta”.
Son incontables las apreciaciones ofrecidas en este manual que exhorto revisar en tiempos urgidos de interiorizar la buena educación para asegurar una cálida interacción social. Concluyo evocando lo expresado por su creador: “Busquemos, pues, en la caridad cristiana la fuente de todas las virtudes sociales: pensemos que no es posible amar a Dios sin amar al hombre, su criatura predilecta, y que la perfección de este amor está en la beneficencia y perdón a nuestros enemigos”.
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