viernes, 26 de diciembre de 2014

¿Somos solidarios los peruanos?

Coincidiendo con las celebraciones de la Natividad surgen espontáneas e inusitadas manifestaciones de solidaridad en compañías, familias y gente en general. Se respiran tiempos de súbita aproximación al drama ajeno traslucido en incontables gestos de suponer bien intencionados.

Pareciera que, únicamente, en vísperas de esta efeméride cristiana estamos inmersos en variadas emociones. Para empezar, creo pertinente incidir que no es lo mismo “solidaridad” y “caridad”. En ocasiones se confunde el alcance de ambos conceptos. Una obra caritativa no precisamente define un comportamiento solidario.

El diccionario de la Real Académica Española especifica la solidaridad así: “Adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros”. Considerando esta descripción me preguntó: ¿Es la solidaridad una virtud en nuestra sociedad? A mi parecer, estamos lejos de lograr su interiorización. No obstante, acreditan lo inverso los genuinos lazos que caracterizaron a los antiguos pobladores del Imperio de los Incas: sus organizadas funciones comunitarias, los principios que sustentaron sus quehaceres y, además, un sólido vínculo cooperativo reflejado en su estructura social.

Desde mi punto de vista, este valor está conectado con la empatía. Un sujeto empático tiende a exteriorizar determinadas impresiones y, por lo tanto, rasgos solidarios. Recordemos que ésta consiste en entender los pensamientos e inquietudes ajenas y de ponerse en su lugar. No es preciso pasar iguales experiencias para interpretar mejor a quienes nos rodean.

La solidaridad humaniza al individuo y lo enlaza con su hábitat. Nos corresponde fomentarla a fin de persuadir sobre la importancia de esta cualidad que vincula, hermana y cohesiona a los hombres y mujeres. Asimismo, acrecienta la autoestima. Cuando brindamos colaboración a otros, nos sentimos útiles y fortalecemos nuestra autovaloración, experimentamos satisfacción e incrementamos nuestra sensibilidad. Facilita ampliar nuestro conocimiento acerca de la compleja composición de un país invertebrado, marcado por enormes desigualdades y abismos estructurales.

Amable lector: tengo algunas dudas que deseo compartir con usted. Es favorable la presencia de organizaciones no gubernamentales que hacen una efectiva y sostenida faena solidaria en nuestra capital. Se percibe una respuesta institucional que ofrece su magnánima cooperación con el prójimo. Vemos una mayor toma de conciencia entre los jóvenes que efectúan altruismo y comparten experiencias que coadyuvarán en su crecimiento e identificación con su medio.

Por el contrario, la solidaridad individual no está reflejada en igual dimensión. Existen personas afiliados a entidades que cumplen labores comunitarias; sin embargo, no imitan esas prácticas con sus consanguíneos y amigos. ¿No es una contradicción? ¿Porqué muchos emplean la solidaridad de la puerta para afuera? Tal vez conviven sentimientos de culpa o la necesidad de proyectar una imagen incoherente con sus emociones.

Concurre un cúmulo de argumentos para analizar y, de esta manera, entender los rasgos de nuestra sociedad. Los peruanos evadimos apropiarnos del medio porque rehusamos asociar lo que está a nuestro alrededor como propio. Obviamos incorporar a la comunidad en nuestro proyecto personal –como resultado de un endeble sentido de pertenencia- y procedemos a mirar displicentes y criticar con agudeza las aflicciones de los demás.

Vivimos envueltos en un aturdimiento masivo tan grande que somos renuentes a adherirnos a las penurias foráneas. La consigna “primero yo, segundo yo y tercero yo” es un lema de “sabor nacional”. Reflexionemos y empecemos por la educación en el nivel familiar con la finalidad de promover una acción de vida unida a nuestra realidad.

En ese sentido, reitero lo expuesto en mi artículo “La solidaridad: Un valor enaltecedor” (2013): “Algunos simbólicos actos pueden ser un primer paso: visitar a un familiar enfermo, ayudar a quien atraviesa dificultades, dar asistencia al compañero de trabajo, brindar auxilio a una anciana al cruzar la calle, consolar a un amigo lleno de padecimientos, identificarnos con causas colectivas, ofrecernos para una labor voluntaria, entre otras tantas ideas. Sugiero dejar de mirarnos solo a nosotros mismos, para comenzar a ver el mundo en el que estamos envueltos”.

De otra parte, quiero referirme a la esfera institucional. Hay empresas privadas que aplican, como parte de su filosofía corporativa, el concepto de Responsabilidad Social con el afán de orientar sus esfuerzos en beneficio de sus trabajadores, sus familias y su ámbito de influencia. Es saludable que las compañías entienden la conveniencia de forjar buenas relaciones internas y externas. Visto desde la perspectiva empresarial, posibilita una actuación enmarcada en la solidaridad.

Observo entidades, incluso de educación superior, en donde la solidaridad se traduce en loables y pomposas jornadas navideñas, entre un sinfín de actividades de ficticia confraternidad. Pero, se rehúye aplicarla en el modo de despedir a un trabajador, en momentos adversos para sus colaboradores -como el deceso de un familiar cercano- o cuando suceden accidentes, enfermedades, etc. El silencio, la indiferencia y una coartada convenida constituyen el “sello” gremial.

Es usual hacernos los “ciegos, sordos y mudos” para evadir asumir una postura ante sucesos que acontecen en nuestro centro de labores. Sin embargo, no significa incapacidad para evaluar el discordante o ausente espíritu de reciprocidad. La actitud en “perulandia” consiste en desentendernos, con sutileza y discreción, del mortal ubicado a nuestro lado.

La solidaridad debiera interpretarse como una de las más extraordinarias muestras de acercamiento entre los seres humanos. Su aplicación honesta, fiel y continua revela nuestras convicciones. Convirtamos su acepción en un apostolado inequívoco y esperanzador e invoquemos las palabras del recordado Juan Pablo II: “La solidaridad no es un sentimiento superficial, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, el bien de todos y cada uno para que todos seamos realmente responsables de todos”.

martes, 16 de diciembre de 2014

En vísperas de la Navidad: Tips de etiqueta social

La proximidad de la fiesta del misterio de la Natividad genera, en la inmensa mayoría de la población cristiana, algarabías de emociones y preparativos inherentes a esta efeméride religiosa. En tal sentido, he creído conveniente presentar diez sencillos consejos para exhibir un óptimo comportamiento y un elevado nivel de convivencia social.

Dejo constancia que no es mi intención enunciar pautas acartonadas e inflexibles como las que habitualmente escuchamos de ciertas profesoras e instructoras “pipiris nais”, cuyo proceder anticuado, anacrónico y poco práctico contribuye a distanciar esta temática de las inquietudes diarias de la gente. Me interesa ofrecer algunos concisos aportes encauzados a un mejor desenvolvimiento personal.

Primero: Cuando reciba congratulaciones por email, facebook, tarjetas impresas, etc. tenga la cortesía de retribuir esas muestras de afecto. Evite colocar vocablos gastados como: “Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo”. Sea original, efusivo y espontáneo y, además, obvie hacer llamadas eufóricas de medianoche que agobien a quienes cenan o duermen. Un poco de cordura no está nada mal.

Segundo: Es recomendable rehuir realizar regalos onerosos. Pueden generar reacciones de contrariedad y desagrado. Sea minucioso en su elección. Es una celebración cristiana; decline contribuir con su desatino a incrementar el consumismo. Obsequiar sólo por “cumplir”, lo hará quedar mal. Mediante una llamada telefónica o mensaje electrónico agradezca los presentes.

Tercero: Durante la flamante cena de medianoche consuma los alimentos como sino tuviera hambre y beba los licores aparentando carecer de sed. Convierta la calma, la serenidad y la ponderación en su estilo de proceder en la mesa. Por el contrario, hay quienes parecieran no haber comido en días. Nunca tome el trozo más grande, eluda insinuar que está con apetito y servirse de manera exagera. Tampoco efectúe comentarios inelegantes y, por cierto, soslaye preguntar por el precio de la comida, la receta o el lugar en donde fue adquirida. Un punto imprescindible: no coloque su celular como si fuera un cubierto o un “amuleto”. Por favor, apáguelo y goce de un instante agradable y apacible.

Cuarto: Si tiene la costumbre de visitar a sus allegados, acuérdese de llamar por teléfono para anunciar su deseo de saludar personalmente y renuncie, al menos que sea invitado, a acudir en momentos desatinados o coincidentes con las horas de los alimentos. No se invite a sí mismo, como es común en nuestro medio. Diferénciese por su pertinencia y delicadeza.

Quinto: En estos días es frecuente encontrarnos en lugares públicos, centros de trabajo y reuniones familiares, con personas que gustan comentar sus “planes navideños”. Si usted sabe que determinados prójimos atraviesan complicaciones, inhíbase de orientar la plática hacia estos temas. Sea respetuoso de los padecimientos de nuestros semejantes. No todos están de “fiesta”. Existen quienes se encuentran tristes por la pérdida de un ser querido, entre varias razones que inspiran congoja.

Sexto: Si lo invitan a una cena navideña lleve un obsequio para la dueña de casa y/o algún postre o licor para compartir con el resto de comensales. Es un gesto distinguido y acertado. Si fuera posible indague acerca de los gustos y preferencias de quien hace la convocatoria. Los detalles definen al ser humano.

Sétimo: Agradezca la invitación mediante una comunicación telefónica o por correo electrónico. Siempre complace a los anfitriones el reconocimiento de sus agasajados. Es una demostración de finesa poco practicada en nuestra colectividad: marque el contraste.

Octavo: Cultive la puntualidad y prescinda -como todo el mundo en Lima- culpar a la aguda congestión vehicular de esta época del año. Ande precavido y planifique sus actividades con antelación. Así evidenciará afables modales y óptimo nivel de organización.

Noveno: La quema de cuetes y luces de bengala debe hacerse en horas apropiadas para sus vecinos. Tenga presente: sus derechos terminan en donde empiezan los ajenos. Sea comedido y prevenga generar ruidos molestos valiéndose del jolgorio general. Aprenda a cohabitar en armonía con su entorno y, por lo tanto, desarrolle el cada vez más escaso “sentido de pertenencia”.

Décimo: No fomente conversaciones encaminadas a competir sutilmente sobre el regalo realizado por la esposa, el novio, etc. Es común encontrar hombres y mujeres que les encanta revelar los costos de los presentes recibidos o efectuados y, lo que es peor, interrogan a otros sobre estos asuntos. Ello puede originar molestias e incomodidades. Y aún cuando no fuese así, deje de lado esa usanza empleada para indagar o exponer cuestiones vinculadas con la adquisición de bienes tangibles.

Una acotación aparte: Sugiero a los padres de familia que premian las excelentes calificaciones escolares de sus hijos con propinas y agasajos pomposos, enseñarles que más importante que una favorable nota en sus libretas, es ennoblecer sus vidas por la trascendencia de sus valores. Educarlos con el ejemplo de fidelidad, honradez, lealtad, caridad, entre otros conceptos contribuirá a moldear sus existencias en un marco sólido de principios. Aprovechemos esta conmemoración, en la que evocamos el nacimiento de Jesús, para afianzar nuestras convicciones cristianas.

Por último, reitero enfáticamente lo expuesto en mi artículo “La frivolidad de la Navidad” (2013): “Cuanto desearía que las familias eleven una oración entorno al pesebre, en lugar de esperar con expectativa ‘asaltar’ el árbol -decorado en incontables casos al estilo de un ekeko- para abrir los presentes. Ojalá hubiera un mínimo empeño para disfrutar de éste aniversario sustentado en las virtudes del cristianismo. Los mercaderes expulsados por Jesucristo del templo se han apoderado de su natalicio”.

Muchos augurios a quienes ambicionan un mundo pleno de ideales, esperanzas, perseverancias, optimismos y alegrías. Anhelo que las ilusiones navideñas influyan en cada uno de nosotros para vivir imbuidos del genuino testimonio del sucesor de María y José. Desistamos de las triviales manifestaciones materialistas y, especialmente, aprendamos a interiorizar lo ofrecido por el Espíritu Santo.

martes, 9 de diciembre de 2014

¿Tiene usted habilidades sociales?

Uno de los temas que más incumbe considerar a la sociedad en su conjunto está relacionado con la importancia de conocer, apreciar y expandir las “habilidades sociales”. Un término tan venido a menos en estas épocas y cuyas implicancias en el bienestar personal nos concierne incentivar.

Para empezar definamos las “habilidades sociales”. Se refiere a la capacidad del hombre para tratar y congeniar con el resto de semejantes. Incluyen las dimensiones que permiten la ampliación de un repertorio de acciones tendientes a un desenvolvimiento cierto.

Por su parte, Celia Rodríguez Ruiz, escritora, pedagoga y experta en terapia infantil, en su interesante artículo “Habilidades sociales: Educar para las relaciones sociales”, afirma: “Es fundamental prestar especial atención al desarrollo de las habilidades sociales, ya que en primer lugar son imprescindibles para la adaptación de los niños y niñas al entorno en el que se desarrollan sus vidas, y posteriormente estas habilidades les van a proporcionar las herramientas para desenvolverse como adultos en la esfera social, siendo la base clave para sobrevivir de manera sana tanto emocional como laboralmente”.

Quiero incidir en la trascendencia de su interiorización a fin de lograr establecer mejores lazos de convivencia y, además, tender un vínculo fluido, armonioso y tolerante en cualquier escenario o circunstancia. La intensificación de estas aptitudes está relacionada, consecuentemente, con el incremento de la empatía, el autocontrol, la autoestima y la inteligencia emocional.

Al mismo tiempo, de manera eficiente, logramos comprendernos, encontrar amigos y conocer a los que tenemos, optimizar las relaciones familiares, aumentar el rendimiento escolar, universitario y laboral y, además, forjar prolífero trato con superiores y colegas. Su implementación favorecerá nuestra forma de encarar las vicisitudes de la vida diaria. Más aún si pensamos en los elevados índices de conflictividad que acontecen en todos los ámbitos en donde nos desenvolvemos.

Por el contrario, evadir poseerlas puede tener mayores consecuencias en nuestro proceso de interacción. Por ejemplo, no comunicará eficazmente necesidades y sentimientos, será difícil hacer amistades y conservar los que se tiene, se apartará de actividades primordiales y divertidas y, probablemente, se encontrará sólo, perderá amigos ó tendrá desencuentros con ellos. Carecer de estas prácticas mutilará la construcción de nuevas y provechosas conexiones humanas.

Hay dos categorías de “habilidades sociales”: básicas y complejas. En el trajín de mi actividad docente alterno con personas (incluso profesores) carentes de competencias simples como saludar, sonreír, dar cumplidos, agradecer, exhibir capacidad de integración y trabajo en equipo. Es decir, aplicar acciones obvias orientadas a forjar una briosa aproximación con el semejante y auspiciar una satisfactoria calidad de vida.

Las “habilidades sociales” complejas están ligadas con el despliegue de la asertividad en la comunicación y la inteligencia interpersonal. Los individuos que la poseen saben expresar quejas, rebatir peticiones irracionales, revelar sentimientos, defender sus derechos, pedir favores, resolver situaciones agudas, acoplarse con el sexo opuesto, tratar con niños y adultos. Estas destrezas tienen un impacto directo en contextos de tirantez y demandan de una sólida configuración personal.

Asimismo, permiten el crecimiento humano y facilitan exhibir facultades mínimas para hacer frente a aspectos inciertos. La tensa afinidad entre familias, vecinos, colegas y en centros de trabajo, debe llevarnos a pensar en lo indispensable de desplegar estas virtudes con el afán de contar con los elementos que afiancen nuestra conducta. Conocernos, reflexionar, explorarnos y administrar con sapiencia nuestro mundo interno, incentivará estas competencias.

No obstante, sucede lo contrario. Cada vez son ascendentes las impaciencias que debemos enfrentar, entre otras razones, por la presión de una colectividad estresada, insolidaria, exaltada e indiferente y, por el contrario, la composición de los hombres y mujeres es limitada. Existe una carencia de “habilidades sociales” esenciales que nos deja atónitos en múltiples acontecimientos y, especialmente, cuando provienen de prójimos con determinada formación e instrucción que supondría un mínimo despliegue de estas pericias. No es así y, probablemente, sus inopias sean frecuentes.

Deploro que en nuestro medio se advierta una resignación, por instantes abrumadora, acerca de la habitual carestía de estas facultades que limitarán altamente el ascenso del sujeto. Personas de variadas ocupaciones laborales que, por la naturaleza de sus quehaceres requieren de un prodigioso nivel de estas cualidades, son renuentes a saludar y mostrar afables gestos, huérfanas de las mínimas nociones para fomentar una conversación, arropadas en su reducido y marginal círculo amical, incapaces de integrarse socialmente, inseguras en su toma de decisiones y sobreprotegidas en su estrecha zona de confort. Fiel expresión de lo que he denominado “chuncholandia”.

Es conveniente tomar en cuenta la concordancia que debe existir entre el grado de responsabilidad profesional y las “habilidades sociales”. Esta es una condición para encarar más complejos retos particulares, ascender en una empresa y salir airoso en un proceso de selección de personal. Rehuyamos subestimar su valor en nuestro progreso y en la búsqueda de una duradera interacción humana.