jueves, 17 de febrero de 2022

¿La Banda Presidencial?

Como colofón de la crisis política en el Perú, que culminó con la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski Godard, hace unos días tomó la jefatura de Estado el primer vicepresidente Martín Alberto Vizcarra Cornejo. Una pertinente ocasión para referirme al máximo emblema de su investidura: la Banda Presidencial.

Es utilizada desde comienzos de nuestra vida republicana y su colocación es el episodio más simbólico en la asunción de tan elevada magistratura. Según lo estable el Ceremonial del Estado y Ceremonial Regional (D.S. 096-2005-RE), cuya finalidad es determinar los pasos que enmarcan estos acontecimientos, “constituye la insignia del mando supremo, que se impone al Presidente de la República por ser quien constitucionalmente personifica a la Nación”.

Su uso está reservado para las solemnidades señaladas en este dispositivo legal: renovación del juramento de fidelidad a la bandera; aniversario de la independencia (misa y Te Deum, sesión del Congreso de la República, saludo al jefe de Estado y desfile militar); festividad de la Patrona de las Armas del Perú y Día de las Fuerzas Armadas; transmisión del mando; los sucesos considerados como ceremonias nacionales en los manuales de las Fuerzas Armadas; juramentación del gabinete ministerial.

Su empleo es un distintivo común en los mandatarios constitucionales; sin embargo, la han ostentado dictadores latinoamericanos. Su diseño guarda similares características: tienen los colores patrios y en algún lugar está ubicado el escudo. En el Perú lleva los tonos rojo y blanco; en la cintura, bordado en hilo dorado, el Escudo de Armas. A partir de 2006, este último se trasladó a la altura del pecho para darle mayor notoriedad.

Desde el 28 de julio de 2011, no es devuelta por el gobernante saliente al presidente del Congreso de la República -quien por pocos momentos ostenta la jefatura del poder- para su posterior imposición al nuevo dignatario; ésta ha sido enviada desde Palacio de Gobierno. El justificado temor a ser agraviado, tal como aconteció en 1990, desencadenó la interrupción de esta tradición. Esta censurable reacción, suscitada ante los invitados de la comunidad internacional, fue una manifestación de carente cultura cívica e intolerancia democrática de nuestra deteriorada y sórdida clase dirigente.

Es oportuno evocar su errada usanza: Alan García Pérez es el caso más memorable. En su primer régimen (1985) tenía el juvenil improperio de exhibirla desmedidamente. Un trance de los innumerables que podría compartir es el referido a su visita a México. Allí entonó la popular ranchera “El Rey” -cuya letra tiene directa implicancia con sus perturbadas alucinaciones emocionales- con la Banda Presidencial. Mención aparte merece sus mítines -desde el balcón de la Casa de Pizarro- y giras por el interior del país luciéndola. Durante este lapso se confeccionaron doce debido a su intenso desgaste.

El escaso proceder protocolar está reflejado en las recientes imágenes del titular del Congreso de la República, Luis Galarreta Velarde, al llevar consigo simultáneamente su medalla de parlamentario y la Banda Presidencial mientras esperaba la llegada del nuevo mandatario a la Plaza Bolívar. Evadió resistir la tentación de tomarse una colección de fotografías con sus colegas de bancada con las dos insignias, en un gesto ausente del tino recomendable en estos acaecimientos.

Existen variopintas ocurrencias que integran un interminable anecdotario. Al tomar posesión Alan García Pérez, en sus dos períodos de gobierno, se la puso a sí mismo obviando la habitual imposición efectuada por el presidente del Poder Legislativo. Luego del autogolpe de 1992, el presidente del disuelto Senado de la República, Máximo San Román Cáceres, accedió figurativamente a la jefatura de Estado en una asamblea legislativa realizada en el Colegio de Abogados de Lima en la que usó una prestada por el dos veces exdignatario Fernando Belaunde Terry. El 2000 la cabecilla del primer poder del Estado, Martha Hildebrant Pérez Treviño se la colocó al revés a Alberto Fujimori Fujimori. Años más tarde (2006), Alejando Toledo Manrique -luego de culminar su discurso- olvidó devolverla a su presidenta, Mercedes Cabanillas Bustamante, antes de retirarse del recinto congresal.

Asimismo, es palpable el desconocimiento de las autoridades regionales, provinciales, y municipales de la legislación sobre el particular. Por ejemplo, he visto a un estrafalario gobernador de la Región Junín investido con la Banda Presidencial y acompañado de una guardia de honor montada similar a los “Gloriosos Húsares de Junín”, el regimiento de caballería que, únicamente, ostenta el presidente de la república.

En concordancia con el D.S. 096-2005-RE los presidentes regionales “portarán en las ceremonias oficiales de Estado y regionales descritas en los artículos anteriores, como símbolo distintiva de su alta investidura, una banda de sede de color granate, de 150 centímetros de largo por 10 centímetros de ancho, de la cual penderá una medalla de bronce dorada de 50 milímetros de diámetro, en cuyo anverso se ubicará al centro, el escudo de la región, en la parte superior de la medalla se inscribirán las palabras ‘Gobierno Regional’. Y en la parte inferior de la misma el nombre de la región correspondiente”.

Quiero compartir un hecho insólito producido en la juramentación del gobernador del distrito de San Borja (Lima, Perú) el 2009. Éste se mandó confeccionar una rústica Banda Presidencial y a sus tenientes gobernadores un Fajín Ministerial; este último solo puede usarlo el encargado de una cartera ministerial. En el colmo de la ignorancia y la irreverencia, así aparecieron engalanados en el acto de instalación en el Palacio Municipal de San Borja. Si esos deslices transcurren en la capital, no imagino las torpezas que acontecen en sitios alejados del territorio patrio.

Es reiteradas coyunturas observamos al jefe de Estado rodeado de un sinfín de funcionarios engalanados con medallas, bandas, escudos en la solapa y estridentes adornos que proyectan la sensación de una nación indiferente a la mínima sobriedad que debiera enaltecer a sus dignatarios. Somos un pueblo saturado de antigüedades, folklorismos y pegajosos estilos barrocos. Este desorden alcanza a jueces, fiscales, asambleístas, alcaldes y regidores que lucen orgullosos ataviados como “ekekos”.

Un comentario aparte: en sinnúmero de oportunidades escucho a improvisados y neófitos “maestros de ceremonias”, llamar al primer mandatario diciendo “excelentísimo señor presidente”. Al respecto, el Ceremonial del Estado y Ceremonial Regional precisa: “Las autoridades nacionales no utilizarán tratamiento honorífico alguno que anteceda al título oficial del cargo que desempeñan los altos dignatarios del Estado, cuando se dirijan a ellos”.  Estas cortesías solo son válidas a altas magistraturas extranjeras o, en su defecto, de foráneos hacia representantes nacionales.

Tampoco es acertado afirmar “a continuación, entonaremos las sagradas notas del himno nacional”, “saludamos con un fuerte aplauso” o “buenas noches con todos”. Estos reincidentes, ramplones e imperdonables despropósitos ponen al descubierto la ausente preparación de los encargados de conducir actividades que ameritan cabal administración del protocolo. Una perla más de las tantas que desafinan el quehacer empresarial, universitario, gubernamental e institucional en el “reino de perulandia”.

Es urgente fomentar el amplio estudio, análisis, aplicación y difusión del protocolo y el ceremonial -y de sus importantes disposiciones jurídicas complementarias- en los variados niveles del gobierno central, regional y municipal. De esta manera, se evitará el cúmulo de negligencias cotidianas en el país de “todas las sangres”, en el que la bandera, el himno, etc. son víctimas de prácticas agraviantes. Ese será tema para un nuevo escrito.

El protocolo oficial ofrece los elementos, la normatividad y la orientación para exaltar las acciones que demandan ejecutarse cumpliendo estrictas pautas y que, además, tienen una connotación que debemos soslayar pasar inadvertida. Su acatamiento y conveniente interpretación es un imperativo. Al mismo tiempo, es sinónimo inequívoco de respeto, educación y deferencia. ¡Recuerde!

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