En esta oportunidad mis reflexiones describen el pegajoso, destinado y escaso proceder de hombres y mujeres de variada época, origen y actividad. En tal sentido, reitero lo manifestado con anterioridad: “Nuestros derechos terminan donde empiezan los ajenos”. Por ejemplo, evitar invadir al prójimo con interrogatorios fastidiosos, renunciar a actos impertinentes e impulsar la empatía y la tolerancia ayudará -en una dimensión más inestimable de lo imaginado- a construir una colectividad caracterizada por el respeto, los buenos modales y el entendimiento.
Todos los días constato sucesos que confirman las carencias intrapersonales en los habitantes del “Reino de Perulandia”. Así lo relato en mi anterior artículo “Disculpa la pregunta…” al afimar: “…En cuantas ocasiones usted ha sido víctima de diálogos lesivos a su privacidad. Más allá de la cercanía o afinidad existente, se debe guardar miramiento hacia el semejante. La actitud recatada no es un atributo en una sociedad colmada de inaceptables expresiones de descortesía y exigua prudencia”.
“…En el reciente funeral de mi madre, como era de esperarse, afronté cuantiosas e incómodas preguntas sobre el motivo de su deceso, los pormenores de su salud y un sinfín de merodeos provenientes de quienes exhiben pobre empatía y tino en un momento tan doloroso. Una amiga, luego de darme el pésame, tomó asiento y me pidió hacerlo a su costado. En un acto de ingenuidad pensé que deseaba brindarme su afecto y compañía. Todo lo contrario, velozmente me acribilló con sus desfachateces: ´¿Qué pasó? ¿Tenía alguna dolencia Amelia? Pero, si se le veía tan bien cuando estuve en tu casa…´ Todo ello, adornado de fingidos y teatrales gestos corporales y, además, tonos de voz de aparente congoja. En un instante como ese, atiné a excusarme y apartarme de su lado. Confieso haber sentido un inmenso alivio cuando se retiró del velatorio”.
Por cierto, deseo compartir las amables palabras de mi alumna Liseth Arias Bernal en relación a esta nota: “…Apenas tuve tiempo de leer su artículo y debo decir que me gustó mucho. Imagino que quienes se sintieron tan aludidos por sus líneas, fueron precisamente las personas a quienes se refiere o aquellas que tienen la desagradable costumbre de hacer estas preguntas incómodas. Me uno a su manifestación de incomodidad, muchos por saciar el morbo caen en esta terrible manía de preguntar lo que no se debe”.
Otro caso es el uso crónico del celular; mostrado como sinónimo de estatus. Tengo una prima hermana adicta a su empleo incluso cuando llegábamos a visitarla con mi mamá. Incalculables damas y caballeros, con quienes alterno a diario, están hipnotizados con esta novedosa tecnología. Mientras manipulan su teléfono le dicen a su contertulio: “Sigue hablando, te escucho”. Desde hace bastante tiempo he dejado de compartir en mi casa con amigos y familiares fascinación por escribir mensajes a sus parejas -como adolescentes en su primer amor- mientras departen con el resto de concurrentes. Este moderno instrumento de comunicación se ha convertido en un elemento de consuelo emocional, confidente silencioso y compañero de soledades.
Aprovecho para referirme al obsesionado alarde de selfies con platos de comida, en mesas con el lonche dominical, cogiendo copas con licores exóticos y las infaltables fotografías en el espejo de baños y salas, entre otras extravagancias. Recomiendo declinar proyectar una imagen coincidente con el popular virus de “Chuncholandia”, que infecta a quienes nunca han contemplado un delicioso y decorado platillo, ni frecuentado restaurantes de cuatro o cinco tenedores y, al mismo tiempo, están ávidos de motivar la atención. A través de sus imágenes proclaman su frivolidad, penuria y ausencia de mundo y, por supuesto, promocionan sus intensos quehaceres sociales, desilusiones sentimentales y estado civil. No tienen más opciones ante su inocultable inopia intelectual y cultural.
También, están quienes han encontrado en las redes un refugio para desplegar sus superficiales y confinadas destrezas interpersonales. Estos medios llenan el ocio, el vacío existencial y una suma de precariedades. Una amiga me escribe cada cierto tiempo para enrostrar su malestia por ofenderla al omitir colocar “me gusta” en sus originales publicaciones en su facebook. ¡El colmo!
Es gracioso y ridículo el atuendo de incontables señoras y señores. Parecen inquietos por generar, con su colosal huachafería, las miradas que su pálida y deslucida personalidad elude despertar. La elegancia está asociada a la congruencia del vestuario en función de su edad, características físicas, ocasión, hora y clima e incluye la discreción, el recato y un conjunto vasto de cualidades. Acudir en buzo a una misa o velorio, como le agrada hacerlo a una tía que, además, forma parte del club de la “tercera edad”, es una insensatez. Ni qué decir de quienes compiten con el juvenil guardaropa de sus hijas y nietas.
Advierto conductas infantiles, razonamientos
absurdos, reacciones histéricas y un mar de impericias orientadas a obviar
evaluar su actuar. Las respuestas acaloradas, altisonantes y ofendidas develan
un lacerante estado anímico. En eventualidades la apariencia extrovertida,
risueña y jovial oculta complejos que bloquean una saludable relación y engendran
tóxicos mecanismos defensivos. Allí se originan, entre otros factores, los
comportamientos difícilmente comedidos en un medio indolente y desprovisto de sentido
de pertenencia.
La educación, la discreción
y la cortesía, son medulares en nuestra formación integral. Es importante
fomentar su práctica en todo tiempo, lugar y circunstancia sin diferenciar sexo,
edad y procedencia. La experiencia diaria destapa las carestías en mortales abarrotados
de susceptibilidades, nulas aptitudes críticas y grandilocuentes rusticidades. Recuerde
incorporar la etiqueta social con coherencia, perseverancia y dignidad. Logrará
mejorar su calidad de vida y otorgará un invalorable aporte al bien común.
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