Se ha preguntado sobre la “imagen”: ¿Qué elementos la definen? ¿Por qué ciertas personas irradian una sensación de repulsa? ¿Por qué es imprescindible en nuestra relación humana? ¿Qué motivaciones llevan a incluirla en los procesos de colocación laboral? Estas son unas de las interrogantes que inspiran este escrito y cuyas implicancias, probablemente, tengan mayor dimensión de la prevista.
La definiré como el conjunto de variables que configuran la opinión buena o mala que los demás se forman. Es la primera percepción producida al momento de establecer un encuentro, por más breve que sea, con nuestros semejantes. A mi parecer, influyen las emociones, prejuicios, miedos, capacidad de aceptación, empatía, valores, etc.
Una afamada expresión advierte: “No existe una segunda oportunidad para causar una primera buena impresión”. Coincido con su vigencia y certera aplicación en el ámbito laboral. Citaré una situación: usted acude a una entrevista de trabajo o a una reunión con un cliente y, por diversas razones, esa mañana padeció una aguda alteración en su estado anímico: su trato puede ser distante, ausente de su acostumbrada gentileza e incluso cortante y poco accesible. Los seres humanos con quienes interactúa desconocen lo acontecido y, en consecuencia, se harán una desfavorable “imagen”. Tal vez eso repercuta en su encuentro.
En el quehacer personal su suerte puede ser diferente. Comparto un ejemplo: al concurrir a una actividad social, su desenvolvimiento, plática e innumerables detalles de su personalidad crean una errada “imagen”. Pero, meses más tarde, vuelve a coincidir con esos prójimos en otro suceso y la impresión que se hicieron puede evolucionar a partir de una nueva casualidad.
Retornemos a la esfera empresarial. En este contexto la “imagen” no solamente está sustentada en su óptimo conocimiento, grados académicos y destrezas inherentes a su especialidad. Se complementa y enriquece con su educación, cultura, ética, sentido común, elegancia y, además, por las buenas formas y cortesías que agilizarán su plena prosperidad. También, existen factores como el lenguaje corporal, gustos, modo de hablar, reír, tono de voz, gestos y proceder cotidiano.
Es imperioso interesarse en nuestra apariencia, salud y proyectar una actitud positiva. Decline imitar a otros, sea auténtico, honesto y original. Decida su propia marca, será una muestra de su evolución y superación; soslaye descuidar su trascendencia. "El estilo es una forma de decir quién eres sin tener que hablar", aseveró Christian Dior. Preocúpese que guarde correspondencia con su estatus e idoneidad y que, por lo tanto, refleje su individualidad.
Todos tenemos una “imagen” privada y pública. La primera se manifiesta en nuestro hogar y con quienes compartimos nuestra íntima coexistencia. En ésta, como es de suponer, nos relajamos y se visibilizan aspectos perjudiciales que conviene superar. La segunda es transmitida en el centro de trabajo y en los escenarios en que interactuamos. Debiera concurrir entre ambas un mínimo de coincidencias: no serían recomendables inconcebibles diferencias, contrastes y contradicciones.
Sobre el particular, deseo reflexionar acerca de su subjetividad y amplitud. Conozco hombres y mujeres, cuyo comportamiento antagónico motiva apreciaciones abismales en sus contornos amicales, familiares y corporativos. Proyectan una altamente amable, cálida y de fluida convivencia con sus amigos. Sin embargo, es opuesta la que tienen de él sus compañeros de oficina. En este caso se visibiliza una ausencia de concordancia en su actuación.
Recuerde: en la “imagen” siempre se suscita un proceso de estudio bilateral. Es decir, de una forma disimulada, usted escudriña a quien le acaban de presentar y ésta hace lo mismo: ambos están en un mutuo análisis, mientras deducen conclusiones. Incluso ciertas manifestaciones de su cuerpo o mirada pueden proferir aceptación o rechazo y sus comentarios afables -dichos en el afán de quedar bien con su interlocutor- podrían ser desmentidos por su lenguaje corporal y visual.
Un asunto de indudable vigencia es la autoestima. La denominada autovaloración de uno mismo, del proceder y las destrezas que constituyen la base de su identidad. Se erige desde la infancia y depende de la reciprocidad existente con las personas más significativas en nuestras vidas. La baja autoestima impulsa a esforzarse demasiado para superar la inferioridad percibida. Impide la búsqueda del sentido de la supervivencia y origina confusos problemas de identificación.
La decadente autoestima causa trastornos psicológicos, depresión, trabas psicosomáticas y fallas de carácter, timidez, ausencia de iniciativa y anticipación del fracaso. Induce a compararse con modelos sociales y entorpece comprender que cada individuo es diferente y que lo único comparable es nuestra fortaleza con respecto a nuestro rendimiento. Delimita nuestra forma de ver la vida, afrontar sus adversidades y la mostramos en la seguridad en el hablar, en las decisiones adoptadas, en los afectos entregados y recibidos, entre otros indicadores.
Es imposible emitir una “imagen” de aceptación, credibilidad, confianza si, previamente, se evaden incrementar las cualidades blandas. Todo proceso de transformación demanda un tiempo. Es ilusorio lograrlo de un día al otro, ni renovando componentes externos. Cualquier innovación implica definir lo positivo y negativo -de cada uno de nosotros- y, especialmente, analizar nuestro mundo interno y sus efectos en el vínculo interpersonal. Empiece por resaltar lo favorable e implemente reformas en función de la que anhela concebir.
Es importante encauzar la “imagen” desde una mirada diferente a las cotidianas recomendaciones circunscritas al uso de cosméticos, colores, diseños, texturas, peinados y un sinfín de elementos accesorios. Quienes aluden que el cambio se logra modificando exterioridades muestran precariedad y carencia de profundidad sobre un asunto con múltiples aristas. Es lamentable ver el mercado profesional impregnado de quienes pretenden convertir este concepto en una feria de frivolidades, vestuarios y maquillajes. Nada más alejado de la verdad y, al mismo tiempo, es un indicativo de las pretensiones mercantiles de quienes se valen de la expectativa generada por esta temática.
Aconsejo cuestionarse: ¿Qué aspecto tengo? ¿Mi ropa es la apropiada para mis actividades? ¿Mi cabello está arreglado? ¿Mi aseo es adecuado? ¿Cuál es la manera de comunicarme? ¿Mis reacciones emocionales son asertivas? ¿Proyecto una sensación optimista, confiable y convincente? ¿Cómo imagino que me ven los demás? Son componentes obligados de incluir en su autoevaluación.
Es primordial considerar la inequívoca conexión de la “imagen ideal” y la “imagen real”. La primera es aquella que no es usted, pero quiere ser. Si no está en armonía con su interior ésta se puede construir en base a creencias o esperanzas erradas. Generalmente es copiada, ficticia o inventada de referentes. La segunda lo personifica con virtudes y defectos. Es su realidad y ha sido moldeada por su formación, expectativas o información del entorno. Reconocer su presencia posibilita obtener una más cercana y alcanzable.
Con frecuencia tendemos a creer, a partir de nuestra particular lectura, que irradiamos una “imagen” coherente con nuestras expectativas. Empero, puede producirse una brecha entre la que hemos configurado en nuestro imaginario y la que concebimos. Nuestra autocrítica e inteligencia intrapersonal facilitarán un sereno estudio y aplicar correcciones.
Valoremos la formidable repercusión de una “imagen” genuina, íntegra y explícita de su idiosincrasia. Si tiene un saludable perfil sugiero alimentarlo y afianzarlo; por el contrario, si es consciente de la errada lectura que tienen de usted, está a tiempo de implementar un plan para revertir esta interpretación. Tenga en cuenta las certeras palabras de Ana Raquel Chanis: "Es un hecho comprobado que una buena imagen determina el éxito o el fracaso de las personas, y también de las empresas e instituciones".
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