sábado, 16 de abril de 2011

La discreción: Una cultura de vida


Es un complejo tema considerando las raíces históricas y culturales que hicieron de Lima, durante la época de la Colonia, una ciudad llena de habladurías, intrigas y conspiraciones políticas. De allí, desde mi parecer, el origen del chisme y la indiscreción como elementos característicos en el limano o limense (como se decía en aquel tiempo) y, probablemente, en el peruano en general.

Al respecto son interesantes los comentarios del escritor Ricardo Palma (1833-1919) en sus afamadas “Tradiciones peruanas”. Un género intermedio entre el relato y la crónica, que renovó la prosa sudamericana consistente en un conjunto de relatos construidos a partir de hechos históricos o anécdotas populares -de carácter ligero y burlesco- que constituyen una categoría literaria particular.

Más allá de una aparente cuestión de buenas formas, la discreción es un valor que enaltece a quien lo ejerce. Muchas veces -por nuestras actividades y relaciones laborales, familiares y amicales- concluimos enterándonos de contenidos que debemos guardan en absoluta reserva por sus implicancias para sus involucrados. Sin embargo, hay personas que consideran cierta información como un “botín” para asumir efímero protagonismo.

Por su parte, el profesor e investigador Roberto Bárcenas González en su texto “La indiscreción: Valor al rescate, la discreción” señala: “…La indiscreción puede generar situaciones de peligro para quien vive la actuación, ya que dentro de su accionar el indiscreto puede aumentar o pronunciar algo que no es real, y casi siempre las personas indiscretas están en problemas con los vecinos, familiares o conocidos, por que su deseo incontrolado de mover la lengua, le llega a crear fantasías con relación a las demás personas que hacen parte de su indiscreción, que se torna odioso, desagradable y es mirado con desprecio y no es aceptado en el grupo social”.

“…La indiscreción es dar a conocer al público, al aire situaciones reales o secretas de alguna persona o personas, familia o membrecía, que no deben ser de conocimiento público por que las personas interesadas, no quieren que se sepa o conozca lo que ellos hacen o piensan. La indiscreción a veces cae en el campo del chismorreo, del mal hablar y se vuelve una cadena interminable de dimes y diretes, opiniones, comentarios, conceptos y conclusiones sin importancia alguna a la comunidad”.

La discreción es una forma de atención pasiva, en la cual la persona puede tener conocimiento de algún aspecto o problema, pero sabe que es mejor estar en una situación normal, en la cual no opine nada, incluso, ni sugiere para no verse comprometido. Puede compararse al secreto profesional o de confesión.

El individuo que interioriza la discreción será percibido como leal. En todo ámbito en donde nos desarrollemos la discreción es una virtud que inspira respeto y credibilidad. En este sentido, recordemos las expresiones del renombrado ciclista francés Paul Masson (1874-1945): “Con la palabra, el hombre supera a los animales, pero con el silencio se supera a sí mismo”. Asumir un comportamiento discreto lo hará distinguido y sobrio y, por lo tanto, debe cultivarse desde el entorno familiar para aplicarse con plena naturalidad.

Por esta razón, es importante el ejemplo de los padres y el círculo social. La influencia del hogar es un factor que no debemos omitir. Los hijos toman como válida la conducta cotidiana de su casa y absorben los valores que, directa o indirectamente, transmiten los padres o tutores en su proceso de formación.

Es “común” encontrar personas que formulan preguntas indiscretas a un enfermo; hacen comentario de una pareja que se está divorciando; interrogan a alguien para conocer el monto de su sueldo; indagan asuntos que no le atañen; averiguan el motivo de discusiones en la compañía o entre esposos, etc. son algunas de las tantas ocurrencias vistas a diario. No imite esas indecorosas actitudes.

Está en usted hacer de la discreción un atributo que refleje su respeto, profesionalismo, cualidades humanas y proceder. Una persona educada será discreta o no dará a conocer pormenores que pongan en peligro el prestigio de un individuo o institución. Haga del silencio su compañero y verá cuanta gente confiará en usted.

domingo, 10 de abril de 2011

¿Son los jóvenes educados?

Desde hace algún tiempo he pensado en la pregunta que titula esta nota. Mi quehacer diario me posibilita alternar con una generación de la que me separan varias décadas y cuyos estilos de vida, intereses y expectativas colectivas no siempre son coincidentes. No obstante, la consideración al prójimo, el acatamiento de las pautas de urbanidad y las adecuadas formas no se circunscriben a determinadas edades.

En diversas circunstancias he escuchado comentarios -provenientes de personas mayores- juzgando la conducta de la juventud, diciendo incluso con resignación: “Así son los jóvenes de hoy”. Por mi parte, he comprobado que muchas veces se cree que las nuevas generaciones carecen de óptimos modales y que sus conductas reflejan los males de nuestros días. Insisto en que debemos ser más exhaustivos en la reflexión de este asunto más allá de juicios anticipados.

Las personas se van formando a lo largo de diversas etapas y reciben la influencia, en su niñez y adolescencia, de su entorno social, familiar, cultural y ambiental. En este período los hijos “absorben” cariños, enseñanzas y patrones de conducta que interiorizan e influyen en la definición de su personalidad, autoestima y empatía, entre otros factores que labran al individuo.

Desde mi parecer, es importante que el ámbito íntimo de los hijos brinde una educación en donde esté presente el componente afectivo, ético e intelectual para otorgar una formación integral. Los niños son como “esponjas” que absorben el referente de sus progenitores. Por esta razón, mayor debiera ser el esmero para dar una orientación que moldee su desarrollo.

A través de la conducta de un semejante conocemos sus valores, habilidades sociales, capacidades empáticas, etc. y deducimos quienes influyeron en su vida. Mediante los hijos se puede saber las características de los padres por encima de apariencias y superficialidades. La profundidad espiritual, moral y emocional de un semejante tiene como modelo la conducta y discurso de sus padres. De tal suerte que, desde mi perspectiva, la juventud de hoy refleja –con aciertos y errores- la enseñanza impartida en su casa.

Considero de transcendencia, para comprender a la juventud, hablar de la empatía. Esta es la capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas, de ponerse en el lugar de las demás y compartir sus sentimientos. No es necesario pasar por iguales vivencias para interpretar mejor a los que nos rodean, sino ser capaces de captar los mensajes verbales y no verbales que la otra persona quiere transmitir y hacer que se sienta comprendida.

Debemos contribuir todos a formar una sociedad de seres empáticos, hábiles para respetar y aceptar al prójimo. Esta empieza a ampliarse en la infancia. Los padres son los que resguardan las expectativas afectivas de los hijos y les enseñan no solo a expresar los propios sentimientos, sino a descubrir y vislumbrar a los demás.

Si los jefes de familia no muestran ternura y desentienden lo que sienten y necesitan sus hijos, estos no aprenderán a expresar emociones propias y, por consiguiente, no sabrán interpretar las ajenas. De ahí la conveniencia de una oportuna comunicación emocional en el hogar. Esta facultad se desarrollará en quienes han vivido en un medio en el que fueron aceptadas y comprendidas, recibieron consuelo y vieron como se atendía la preocupación por los otros. En definitiva, cuando los requerimientos emocionales son cubiertos desde los primeros años de existencia. De allí la pertinencia de conocer este tópico.

Conozco jóvenes que, sin haber seguido un curso de etiqueta, tienen un acertado actuar, sentido común y buen trato personal. Incluso percibo en ellos deferencias y gentilezas que se creen “fuera de moda”. Hace unos días pude apreciar, nuevamente, que la educación no está limitada a determinadas generaciones o procedencias sociales. Jóvenes puntuales, respetuosos, tolerantes, amables y cuyas acertadas actitudes -que fluyen con naturalidad- hacen renacer la esperanza e ilusión en el mañana.

Por otro lado, también trato –en mi actividad laboral- con personas “tituladas”, con grados académicos, estatus económico y hasta cierto éxito profesional -más no intelectual y cultural- que tienen un habitual proceder censurable, impertinente, discriminatorio y ausente de elementales normas de cortesía. No saben agradecer una invitación, acusar recibo de un mensaje por email, dar las gracias por las atenciones ofrecidas en casa, disculparse si llegan tarde, vestirse para cada ocasión de manera adecuada, comportarse en la iglesia, escribir una nota de felicitación o pésame y ni que decir de su desenvolvimiento en la mesa. Esa es la “cereza” en el pastel.

Sin duda, existe una juventud identificada con su progreso en todo orden y no solo en los aspectos que puedan generarles, en el corto plazo, un puesto de trabajo. Un objetivo “termómetro” para formular esta afirmación es la acogida de los cursos de imagen profesional y etiqueta laboral y, además, sus constantes preguntas, ejemplos, casos y visible valorización de sus implicancias en su capacitación. Bien decía el filósofo y enciclopedista griego Demócrates (conocido como el “filósofo alegre”): “Los jóvenes son como las plantas: por los primeros frutos se ve lo que podemos esperar para el porvenir”.

domingo, 3 de abril de 2011

Su educación: ¿En la calle?


Cada vez es más frecuente percibir cómo nos hemos “acostumbrado” a convivir con formas de conducta que confirman la ausencia del buen comportamiento en los espacios públicos. Lo observo cada fin de semana al salir con mi madre a pasear, hacer compras, acudir a un establecimiento comercial o simplemente cruzar una céntrica avenida.

En este aspecto deseo reiterar, con especial énfasis, que la educación debe asumirse como una cultura de vida que se ejerza de manera sostenida, continua y sin distinción de circunstancias o acontecimientos como habitualmente sucede. Incluso existen personas –de variadas edades y procedencias- que creen válido aplicar las pautas de cortesía en función del estatus, jerarquía o alguna otra “característica” social o subjetiva. Nada más equivocado.

Quiero compartir con usted una anécdota que no puedo olvidar. Recuerdo, hace unos meses, haber sido tratado con meritoria amabilidad por el funcionario del área de Imagen Institucional de una entidad. Un par de horas después de la afable atención ofrecida en su oficina, lo encontré saliendo de almorzar de un restaurante y grande fue mi sorpresa al observarlo escupir en la calle, no ceder el paso a personas mayores y limpiarse la boca con un montadientes.

A continuación deseo describir elementales patrones que deben aplicarse en la calzada. Evidencia nuestra cortesía cuando al caminar brindamos el lado de la pared a señoras, señoritas, ancianos y caballeros acompañados por niños. También a individuos que por su estado físico lo requieran. Veo, casi a diario, hombres que se “atrincheras” en el sitio que no les corresponde para cubrirse del sol. Que original!

Cuando viaja en transporte masivo ceda el asiento a los mayores, embarazadas y discapacitados. No debiera haber una norma legal que establece “lugares reservados” para ejercer la más elemental deferencia en estas ocasiones. Esta disposición muestra nuestro deterioro educativo. De no existir la obligatoriedad de la ley, probablemente, las visibles expresiones de desconsideración se incrementarían.

En la calle ayude a pasar la pista a ancianos y ciegos; respete las señales de tránsito y atraviese solo por el crucero peatonal; no estacione su auto en el lugar reservado para personas con discapacidad; se recomienda saludar con deferencia a cualquier semejante; no llame gritando de una vereda a otra, es una falta de delicadeza; si se encuentra con una dama que no autoriza el saludo con su mirada, usted no la incomode saludándola. Ella deberá facultar (reitero) el saludo del caballero.

Un detalle que podría considerarse innecesario. Antes de dar la mano, percatase de su limpieza y si será bien recibida. Cuando nos encontramos con personas de mayor rango, espere que nos la ofrezcan antes de tenderla nosotros. Recuerde que la mujer determina como desea ser saludada. Tampoco tienda la mano a quienes se encuentren transportando paquetes o no estén en condiciones de recibirla. Sea pertinente en esta situación. Es incorrecto ver habitantes que la extienden sin tener en cuenta la incomodidad generada por su actitud.

La actuación de la ciudadanía facilita conocer el escaso sentido de pertenencia e identidad que tenemos en estos lugares que no los consideramos como nuestros. Sino fuese así, no habría sujetos que arrojan basura, escupen, maltratan instalaciones públicas e incluso orinan o defecan. Sin contar a quienes se echan en las bancas de los parques y hacen inscripciones. Todo ello exhibe una escasa identificación con el entorno.

En el ámbito educativo (escuela, familia, etc.) se tiene que trabajar para formar una colectividad comprometida con su contexto social y cultural y, consecuentemente, preocupada por respetar a sus semejantes. Nos corresponde afianzar una comunidad en donde cada integrante sienta suyo el ambiente del que es parte y, de esta manera, aprendamos a vivir en condiciones armoniosas, pacíficas y tolerantes. Tarea nada fácil si analizamos las enormes apatías e indiferencias que constituyen el “pan nuestro de cada día”.

El Perú, amigo lector, es un país de permanentes, nuevos y grandes retos. Desde mi punto de vista, este es uno de ellos. Abocarnos a educar y sensibilizar -con el ejemplo de vida- a hijos, alumnos y prójimos. Este proceso de formación demanda una secuencia de acciones en la que todos debemos asumir roles y responsabilidades y, además, es una noble labor de largo aliento que requerimos empezar ahora. Recapacite estas sabias palabras del escritor y jesuita español Baltasar Gracián: “Ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo”.