Desde pequeños hemos sido instruidos para recurrir a estos dos vocablos. Quizá nos disgustó la insistencia de nuestros progenitores cuando pedíamos algo y aseveraban: ¿Qué se dice?; y debíamos responder “por favor”. Al haberlo obtenido insistían: ¿Qué se dice?; muchas veces incómodos por la presión concluíamos “gracias”.
Desde mi punto de vista estos términos brindan afabilidad y consideración al diálogo. Su aplicación podría contribuir a mejorar la deteriorada, tensa y agobiante convivencia social que enfrentamos. Nuevamente subrayo la necesidad de aportar, con positivas acciones, a acrecentar nuestra vinculación con el entorno.
Acompañar el mensaje transmitido con un “por favor” otorga una atrayente sensación de exhortación al oído del interlocutor. Se percibe espíritu persuasivo y favorable disposición; hace sentir bien al receptor y distingue al emisor. No implica dejar de dar una orden en caso sea inevitable en razón de la jerarquía o función. Con frecuencia evoco esta propicia frase que, al parecer, cuantiosos prójimos omiten: “Trata a tu inferior, como quisieras ser tratado por tu superior”.
Su práctica exhibe aprecio hacia las personas con las que alternamos y, por lo tanto, alimenta una agradable interacción. Prescinda desmayar en su afán de invocar esta palabra. Es importante lo que nombramos y cómo lo proferimos. Tenga presente: la música tiene tanta trascendencia como la letra.
“Gracias” proviene del latín gratia que deriva de gratus (agradable, agradecido) y significa decoro y alabanza que se tributa a otro. Gratus y gratia tienen igual origen indoeuropeo. Su usanza refleja un explícito reconocimiento o retribución: sea espontáneo, sonría y proyecte una actitud encantadora.
Las buenas enseñanzas deben interiorizarse a fin de lograr que los menores sean individuos idóneos para relacionarse con éxito, crear un clima de cordialidad a su alrededor y forjar efusivos lazos con sus semejantes. Recomiendo a los padres rehuir creer que ser agradecido solo es una manifestación de óptimos modales. Ésta debe extenderse como un valor en los disímiles ámbitos de nuestras vidas.
Evite convertirse en un sujeto -como vemos en quienes laboran en atención al cliente- que saluda fríamente, muestra los dientes, recita un libreto y concluye diciendo: “en algo más lo puedo atender”. Sea cálido y emplee expresiones como: “ha sido usted muy amable, gracias”; “le estoy agradecido por su gentil deferencia”; “agradezco su tiempo concedido y le deseo un buen día”, entre otros enunciados enriquecedores. Muestre autenticidad, naturalidad y servicial disposición al dar las “gracias”.
Al recibir un regalo por un acontecimiento familiar -como natalicio, bautizo o enlace matrimonial- una convocatoria a comer o almorzar, homenaje, condolencia, un agasajo durante su viaje fuera de la ciudad o cualquier cortesía -en el quehacer personal o profesional- proceda a agradecer. Hágalo en el lapso oportuno con el propósito de transmitir delicadeza y reconocimiento; obvie obrar a destiempo.
Hay diversos modos de canalizar este sublime sentimiento imprescindible en la reciprocidad entre hombres y mujeres. En ocasiones informales a través de una llamada telefónica o emial; en acontecimientos formales escriba una esquela o carta. También, puede formular una invitación, enviar un obsequio o ramo de flores. Es un rasgo elegante y pertinente; no permitamos su extinción y, además, desestimemos apelar a múltiples ocupaciones para soslayar hacerlo. Tomémonos siempre un instante para decir con urbanidad “gracias”.
La
vida está compuesta por hermosos, generosos y singulares detalles: agradecer es uno de ellos. Con seguridad su conducta será un modelo a imitar; abrirá un
espacio de reflexión y persuadirá sobre este acertado comportamiento. Dejemos
de cuestionar las carencias e indelicadezas, propias de nuestra lacerante
realidad, para participar del reto de ofrecer nuestra conducta y decencia como
ejemplo e inspiración. Seamos protagonistas del cambio que tanto demandamos.
En tal sentido, evadamos sentir el incómodo imperativo de pronunciar “por favor” y “gracias”. Su utilización debe responder a nuestra genuina identidad, estilo y empatía. Comencemos a admitirla como una característica inherente en la comunicación interpersonal en todo momento y lugar, sin diferenciar estatus o subjetividades. Insisto: la etiqueta social no se ejerce en función de estados anímicos, rangos, apegos o antojos.
La educación honra a quien la ejerce,
realza la personalidad, infunde simpatía, abre nuestros espacios de
acercamiento y genera un clima de armoniosa, tolerante y saludable conexión
entre los seres humanos. Eludamos renunciar al desafío de enseñar con la
coherencia de nuestro desenvolvimiento y la satisfacción de esparcir semillas
de esperanza. Vienen a mi memoria las vigentes aseveraciones del monseñor
francés Félix Dupanloup: “La educación es el arte de preparar al hombre para la
vida eterna mediante la elevación de la presente”.
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