Existen incontables definiciones acerca de la etiqueta social y su importancia. Aunque en ocasiones se suscitan continuas confusiones sobre su significado, quiero compartir una de mí autoría: “Es una imprescindible herramienta de conducta y convivencia humana que está destinada a hacer más grata nuestra existencia y, por lo tanto, enriquece la calidad de vida de nuestro entorno”.
Debo enfatizar la necesidad de rehuir considerarla como un conjunto interminable y agotador de normas rígidas, memorísticas, verticales e inflexibles de comportamiento social. Tampoco es una moda trivial carente de connotación en el desarrollo del ser humano. Su aporte tiene un impacto significativo en el afianzamiento de la identidad y autoestima.
Un ejemplo de su valía salta a la vista cuando constatamos los elevados niveles de tensión, estrés y episodios de confrontación existentes en los escenarios en donde nos desenvolvemos. Todo ello pone de manifiesto su imperiosa vigencia y me conduce a insistir en su pertinencia como un elemento orientado a conllevarnos -a pesar de nuestras diferencias y desencuentros- y, de esta manera, evita que nuestro errado actuar resquebraje los lazos humanos.
Las situaciones álgidas representan una oportunidad para evaluar nuestra sensibilidad y autocontrol. Este aspecto debe analizarse, con especial detenimiento, cuando estamos sometidos a momentos conflictivos. En tal sentido, la etiqueta social está interconectada con las “habilidades blandas” que comprenden la capacidad consciente de regular las presiones para alcanzar un alto equilibrio, dirigir las emociones y moderar el proceder. ¿Se ha puesto a pensar como ambos asuntos pueden ayudarlo? Podría comentar múltiples casos reveladores de su implicancia frente a la tirantez que experimentados.
Adoptar la etiqueta social exige no solo voluntad, a partir de aceptar su alcance, sino la determinación de admitir su uso invariable como un estilo de vida. Es un componente que nos identifica, diferencia y enaltece al ser conscientes de su trascendencia. Rehuyamos emplearla interesadamente para recibir elogios y admiraciones; eso es frecuente, falaz y reprobable.
Demanda pertinencia, tino, delicadeza, entre otras características, en todo tiempo, circunstancia y lugar. Una persona educada lo será siempre; no en función de estados anímicos, coyunturas, casualidades o ansías de proyectar una agradable impresión. Conviene interiorizar los virtuosos modales de un modo natural, espontáneo y auténtico. Solo su práctica ininterrumpida asegura su persistencia e inclusión en la conducta.
Recomiendo orientar la etiqueta social de forma sencilla, persuasiva, esclarecedora y dinámica. Todo lo cual abarca una mirada realista y alejada de superficiales, frivolidades y elitismos. Conviene distanciar su enseñanza de posturas de superioridad, soberbia o desconfianza como sucede con instructoras “pipiris nais” que suponen que ésta solo involucra maquillaje, apariencia, vestimenta y uso de los cubiertos en la mesa.
Su valor se observa en las más diversas actividades cotidianas: al pedir por favor, al agradecer, al ejercer la puntualidad, al responder una comunicación escrita o por redes sociales, al tener una postura discreta, al respetar los derechos ajenos, al considerar al semejante por encima de nuestras diferencias. Incluso contribuye a disminuir la inmensa brecha de discriminación vigente en la sociedad actual, en la medida en que su coherente utilización refleja un trato recíproco, afable y encaminado a respetar al semejante.
Debiéramos esforzarnos para salir de nuestra exclusiva y reducida “zona de confort” e interactuar con un talante positivo, esperanzador y ponderado. Eludamos resignarnos a cohabitar en un medio colmado de situaciones de lacerante indolencia. Es imprescindible alinear nuestras acciones dentro de un marco de tolerancia, empatía y educación.
La etiqueta social incumbe propalarse de padres a hijos con la finalidad de formar hombres y mujeres con un perfil más amplio y que les conceda sobresalientes oportunidades en su devenir personal o profesional. Vivimos en comunidad y requerimos crear vinculaciones interpersonales saludables y equitativas que repercutan en beneficio de bien común. Desarrollemos el “sentido común” y encontraremos las respuestas para guiar e inspirar nuestro obrar con sensatez.
Ésta realza y engrandece nuestra personalidad e imagen, nos abre nuevas oportunidades, fomenta un clima agradable de coexistencia, facilita resolver situaciones de conflicto y, además, nuestra buena educación se irradia y, en consecuencia, influye positivamente en los espacios donde interactuamos. En síntesis, hacemos docencia al exhibir una actuación congruente y, especialmente, aportamos a una mejor calidad de vida.
Asumamos la determinación, a partir de una inteligente introspección, de apreciar su validez y admitirla en nuestra evolución y prosperidad. Una vez más, son invariablemente apropiadas las expresiones de la escritora británica George Eliot: “Nuestras acciones obran sobre nosotros, tanto como nosotros obramos sobre ellas”.
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