En reiterados artículos he insistido acerca de la imperiosa conveniencia de integrar las recomendaciones (me desagrada emplear el calificativo “normas” o “reglas” que la hacen parecer dominante) de la etiqueta social en una cultura de vida que distinga al prójimo, realce su personalidad e influya en su óptima convivencia.
Desde mi parecer, el proceso de internalización de estas sugerencias es adecuado que sean conocidas, entendidas y aplicadas en el quehacer cotidiano. Sólo su continua práctica garantiza el surgimiento natural y espontáneo de los consejos que, a su vez, sirven para irradiar simpatía, aceptación y acercamiento con los demás.
Su enseñanza debe acompañarse de una secuencia de acciones destinadas a facilitar su ejecución. Esto se precisa hacer con énfasis en la sociedad peruana que, a pesar de algunos avances, todavía es renuente a ejercitar sus conceptos. De allí que, es necesario tomar en cuenta un primer factor: Aplicar la persuasión para explicar las directrices de la buena educación y demostrar cómo intervienen en el progreso profesional, en el asentimiento general y en la calidad de vida. En este aspecto propongo profundizar una toma de conciencia.
Un segundo factor: La autoestima. Si estamos inmersos en una colectividad marcada por demostraciones de baja apreciación, este es un ámbito que no podemos dejar de lado. El comportamiento sumiso, abyecto y miedoso muestra la débil autovaloración ciudadana. Concordemos en superar recelos, reacciones titubeantes y sospechas negativas que imposibiliten emplear la etiqueta social.
Es lamentable reconocer que el entorno obvia estimular virtuosas costumbres. Tomemos en cuenta la posibilidad de actuar en un ámbito desfavorable que pondrá a prueba, con su indiferencia, disconformidad y apatía, la convicción personal de cada uno de nosotros. La autoestima alta coadyuva a encausar la conducta humana dentro del marco de la urbanidad.
Evitemos descuidar un componente que, incluso en los más prestigiosos centros de enseñanza de etiqueta social, es asombrosamente omitido: Me refiero al análisis de las características emocionales que influyen en la interiorización de la etiqueta social. Rehuir tratar estos asuntos impide robustecer el proceder del hombre. La capacidad empática, la autoestima, el autocontrol, la tolerancia y el temperamento incide en el examen de la estructura interna. Su tratamiento está relacionado, entre otras causas, con la admisión o rechazo que genera la cortesía y educación.
Mi experiencia docente me autoriza afirmar que ésta es una cuestión “susceptible” que permite a los jóvenes mirarse en su “espejo” y reconocer que, más allá de una nota final, no siempre poseen los mínimos elementos sensitivos –sumado a la negativa influencia de su entorno- para utilizar las lecciones transmitidas. El afamado “qué dirán” es un estigma que insinúo superarse.
Dentro de este contexto, reitero lo dicho en mi escrito “Urgente: Se busca persona amable”: “…Estudiar la aplicación de la etiqueta social demanda una mirada integral. Los sujetos responden a estímulos, perfiles culturales, maneras de pensar, construcciones emocionales y subjetividades, etc. que obligan a escrutar su comportamiento a fin de intentar promover la amabilidad en una comunidad totalmente carente de sentido de pertenencia”.
Un tercer factor, son los referentes observados a nuestro alrededor. Los padres y educadores tienen un alto grado de ascendencia. Exhorto a los progenitores a predicar con su actuación con el afán de influir en el proceder de sus hijos y lograr que imiten su obrar. No juzgo acertado imponer el comportamiento, eso es autoritario y represivo. Una propuesta inteligente –aunque demanda cierta facultad neuronal- es buscar persuadir, dilucidar y convertirse en modelo de conducta.
Existen padres de familia que esquivan su rol en este campo y envían a sus vástagos a programas de vacaciones útiles de etiqueta social para zanjar el tema. Es un error pensar que el hijo internalizará saberes evadidos en la vivencia hogareña. Muchas veces lo aprendido, en estas capacitaciones efímeras, superficiales y sin mayores rigurosidades, contradice lo percibido en su vida íntima.
Es central que los papás sean modelos de conducta para sus descendientes. Si éste le ordena al niño no jugar en la mesa mientras almuerza o pedir algo empleando las palabras “por favor”, el padre debe ser congruente en cultivar estas expresiones de delicadeza. En cuantiosas ocasiones pasa todo lo contrario: Se exige a los chicos hábitos opuestos a los ejercidos en su esfera casera. Es decir, se ve la coexistencia de una suerte de común doble moral.
Cooperemos con nuestra acción asertiva, transparente y digna, a la difusión de una materia tendiente a entablar un puente de tolerancia mutua y una fecunda relación con el semejante. Hagamos de cada suceso en nuestro transitar por la vida una oportunidad para echar semillas de aliciente en las nuevas generaciones: Ellos requieren de incesantes ejemplos. Por último, acordémonos de lo afirmado por el escritor e intelectual V. Pisabarro: “Una buena educación no la podemos tener todos, pero sí podemos tener buenos modales”.
sábado, 8 de febrero de 2014
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