El último fin de semana llegué a la peluquería a la que concurro hace 30 años y, como es habitual, saludé a todos los presentes: replicó solo el campechano y jovial peluquero Juan Dolorier. Horas más tarde, fui a limpiar mis zapatos y sucedió lo mismo, Percy García y Claudio Montes, los dos atentos lustradores respondieron y exhibieron una simpática expresión.
En ambos casos sugerí con una dosis de ironía colocar un letrero con la siguiente inscripción: “Salude, sonría, agradezca, pida por favor y practique la amabilidad: se le otorgará un descuento especial por este sublime cometido”. Discretamente exteriorizaron un gesto de condescendencia.
Unos instantes después visité la tienda Wong de San Borja y obré con igual deferencia con la cajera del segundo piso del sitio de comida. Con seguridad una dama sorda y muda hubiera contestado con mayor énfasis y agrado. Inspirado en mi conocida vocación hipocondriaca me dije: “qué necesario se hace la distribución gratuita (al igual que la píldora del día siguiente) de pastillas de entusiasmina y educadina de mil miligramos”.
Al salir decidí tomar un taxi. A pocas cuadras detuve un automóvil y aseveré al conductor: “buenos días, señor”. Me miró y afirmó: “sí, a donde va”. “Señor, ya que no sabe retornar mi saludo, no tengo nada que tratar con usted. Retírese”, indiqué. Por fin rompí mi silencio y sentí que ayudaba a este sujeto a entender lo errado de su proceder y, por lo tanto, quizá acoja en mejores condiciones a sus futuros clientes.
Hace unas semanas estaba en la sala de profesores de un instituto de educación superior y platicaba este asunto con un colega. Una vez más, comprobé que la mayoría de docentes emiten un distante “buenas” y, únicamente, saludan a su reducida secta de amistades. Se imaginan cómo saludarán a sus estudiantes estos individuos desprovistos de básicos criterios de urbanidad. Pedagogos con maestrías, doctorados y, en más de un caso, con renombrados y ostentosos títulos universitarios. Sin embargo, poseedores de una irrebatible discapacidad para forjar mínimas relaciones interpersonales.
Por coincidencia, el personal de vigilancia y de la cafetería de ese centro de estudios me manifestó su visible incomodidad por la ausencia de cortesía de un alumnado que esquiva saludar, agradecer, ceder el paso, etc. Un conjunto de conductas explícitas de su falta de esencial capacidad para convivir. ¿Esos son los futuros profesionales del siglo XXI? Lamentablemente son un apegado reflejo de la colectividad en la que les ha tocado habitar y de la exigua educación otorgada en sus hogares.
Acudo a entidades educativas en las que rehúyen saludar, incluso, en las áreas académicas y de Recursos Humanos. Me mortifica acercarme a determinadas secciones en las que no saludarán o tal vez padecen alguna irreversible e intransferible enfermedad neuronal y espiritual. No obstante, su proceder bipolar, distante y presumido se transforma súbitamente cuando deben alternar con su jefe o con el dueño de la corporación. Declino resignarme ante tanta indolencia, apatía y ausencia de corrección, entre otras taras inherentes en “perulandia”.
El saludo describe nuestra personalidad, autoestima, habilidades sociales, temperamento y se convierte en nuestra tarjeta de presentación. Insisto -después de observar a personas de diversas edades, características y procedencias- en la imperiosa conveniencia de hacerlo con espontaneidad y fluidez. Es el primer puente que se establece para lograr una impecable reciprocidad humana y, además, es una demostración de entendimiento y elegancia y respeto. No es difícil, solo deberá tener “sentido común”; el menos tradicional de los “sentidos” en una sociedad atiborrada de penurias morales, cívicas y culturales.
Sin embargo, me causó gratísima sorpresa ver a Naomi Suparo y Abigail Tafur, dos jóvenes entusiastas y acogedoras que, al coincidir conmigo en los pasillos de una empresa educativa, me expresaran con genuina delicadeza: “buenos días profesor”. A los pocos momentos concordamos en otro ambiente y les pregunté si habían sido mis alumnas. “Siempre saludamos a los docentes, nos agrada hacerlo. No tenemos que conocerlos para hacerlo”, comentaron. Una comprobación que no todo está perdido en “perulandia”. Ejemplos como éstos devuelven la esperanza y la ilusión en que es viable, a pesar del adverso entorno, desplegar un vínculo agradable entre prójimos. Estas lindas y afables jóvenes así lo confirman.
Existen hombres y mujeres que, afectados por su bajísima autoestima, temen saludar, sonreír, proyectar una apacible mirada y emitir un mensaje efusivo. En este contexto recomiendo trabajar las habilidades blandas, la autovaloración y realizar ejercicios orientadas a afianzar la solvencia personal. Haga de la delicadeza una herramienta de encuentro con otros seres humanos. Fomentar la empatía ayuda de manera significativa a este propósito.
Este artículo es un tributo a mi ex alumna Noelia Luna, una dama esmerada a quien hallé trabajando en atención al público y haciendo de su sobresaliente cortesía un testimonio inspirador para las nuevas generaciones. Me conmovió apreciar su determinación para interiorizar con naturalidad, gracia y constancia lo transmitido en mis jornadas académicas. Un imponente y reconfortante prototipo del uso persistente de la etiqueta social. Por último: Salude, please!
domingo, 9 de abril de 2017
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