martes, 3 de octubre de 2017

 La docencia y la etiqueta social: ¿Desencuentros?

Desde hace mucho tiempo pretendía escribir, a partir de mi vivencia y observación cotidiana, acerca del comportamiento -por momentos singular, deslucido y variopinto- en el ámbito educativo. Anhelo ilustrar con esta contribución explícita de mi honestidad intelectual.

  El profesor -cualquiera sea el nivel de educación al que esté abocado- debe constituir un prototipo estimulante en sus discípulos. Este objetivo demanda bastante más que, únicamente, conocimientos y actualizadas especialidades. Requiere un determinado perfil moral, cultural y emocional en ocasiones ausente. En sinnúmero de veces prevalece, en el proceso de selección y asignación de la carga horaria, el amiguismo, la recomendación y la subjetividad. En 15 años de ejercicio pedagógico lo asevero sin ambigüedades.  

Es importante que los educandos reciban enseñanzas orientadas a garantizar un cabal adiestramiento y, además, debemos darles lecciones de modales, cortesía, valores, autocontrol emocional y pericias blandas. Moldear un profesional exige, primero, concebir una persona íntegra. De allí la trascendencia de la etiqueta social como una praxis destinada a mejorar la convivencia social y la preparación del ser humano. El aula de clase es un excelente escenario para ese noble objetivo.  

Sin embargo, la realidad es adversa: empezando por las carencias del docente. Convivo con quienes ni saludan o despiden al entrar y salir de las salas de profesores. En ciertas oportunidades he coincidido en esta preocupación con respetables colegas y nos hemos preguntado: ¿Cómo harán al ingresar a sus aulas? ¿Cómo tratarán a sus alumnos? Una expresión inocultable pobreza e inopia. El saludo es el primer impacto que causamos: por lo tanto, corresponde hacerlo con deferencia y corrección.        

Deseo compartir una anécdota: miro a personajes que, presionados por el entorno, cumplen con la formalidad de saludar diciendo “buenas” y proyectan una actitud hostil y apática. Por cierto, la amabilidad siempre está excluida de sus existencias. No obstante, hace un tiempo llegó la esposa del dueño de la institución (una especie de Nadine Heredia) y para sorpresa mía florecieron impensados y efímeros aires de prodigiosa gentileza. Solamente les faltó limpiarle la silla, cederle el asiento -que rehúyen otorgar a otras damas-, ofrecerle café y galletitas.   

Nuestro desempeño es observado con agudeza y discreción. En tal sentido, los gestos que ejecutamos, positivos o negativos, son vistos aun cuando el auditorio simule no percatarse. El alumno nos echa un vistazo de los pies a la cabeza desde el primer minuto que pasamos al recinto de clase. El lenguaje gestual, la mirada y la forma de comunicarnos, definen nuestra personalidad y estado anímico.  

Es imprescindible lucir impecables, desenvueltos, seguros, sencillos, con capacidad empática y renunciar a manifestaciones de autoritarismo y prepotencia. Existen catedráticos brabucones y altaneros con sus pupilos y serviles con las autoridades académicas. Un curioso y bipolar obrar propio del controvertido “reino de perulandia”.   

Aprovecharse de su aparente jerarquía para humillar, maltratar y ofender es una falta que corresponde desterrar y ante la cual los alumnos no deben permanecer callados, como sucede en ciertas coyunturas. Tienen la obligación de darse su lugar como clientes a los que se proporciona un servicio enmarcado en la consideración. En el salón de clase todos estamos obligados a acatar las normas conducentes a garantizar una adecuada relación interpersonal. ¡Todos!  

Dentro de este contexto, la discriminación está presente de una forma asolapada en algunas situaciones. Por ejemplo: docentes que tratan con distancia y aspereza al estudiante de la universidad pública a diferencia de su relación con el proveniente de una entidad educativa privada de elevado status. Incluso tienen una súbita afabilidad y urbanidad hacia la alumna guapa en contraposición con la relación establecida con el joven mestizo. Esto no es coincidencia; es parte de una injusta y reprochable realidad que estamos obligados a revertir.  

Sugiero soslayar acudir con el atuendo de un domingo a las ocho de la mañana para hacer compras en un supermercado. Miro profesores en el aula con sus galletas, porciones de tortas, chicles y caramelos. Solamente falta su vaso de maca y unos panes con torreja y queso paria para convertir su escritorio en una mesa de comedor. He visto pintarse las uñas o hacer y recibir llamadas telefónicas, con la más inmutable naturalidad, mientras sus alumnos resuelven una práctica calificada.  

Es pertinente exhibir renovada información, amplia cultura general y suscitar confianza y credibilidad. Igualmente, la puntualidad es muestra de respecto y organización. Conozco quienes marcan tarjeta a la hora exacta, desayunan en la cafetería y pasan al aula quince minutos tarde sin la más exigua vergüenza y ante la mirada absorta del alumnado. La típica e irrenunciable “viveza criolla” de quienes, por coincidencia, son los más afanosos en insinuar mayores horas de clase y aumento de sueldo.  

Reitero: nuestra misión va más allá de una jornada de clase. El que concibe este quehacer como un medio para cubrir su presupuesto, debiera buscar otra ocupación en la que esté cómodo. Un consejo: puede competir con libertad con los hermanos venezolanos vendiendo arepas en una céntrica calle limeña. Así despejamos esta inestimable realización laboral de tan lacerante mediocridad.  

Está en nuestras manos ayudar al alumnado con apropiados gestos como sonreír, agradecer, felicitar, alentar, persuadir, responder sus consultas, correos electrónicos y, principalmente, con el testimonio de un proceder decente, honorable e intachable. Es una de las más hermosas satisfacciones de esta tarea.  

Nuestra conducta debe guardar coherencia y dignidad. Rechacemos portarnos como los padres de familia que le indican al hijo “no digas mentiras” y cuando suena el teléfono exclaman “di que no estoy”. Estos sucesos hogareños reflejan la inconsistencia ética de nuestra sociedad ante la que debiéramos sublevarnos sin temores, ni abdicaciones. Exterioricemos nuestras opiniones con sinceridad e hidalguía en las sesiones de trabajo. Es habitual guardar mutismos sumisos y encubridores y, únicamente, al salir de la reunión efectúan ácidos comentarios en los pasillos. El típico y asustadizo “pacto infame de hablar a media voz”, tan común en “perulandia”.    

Este fantástico quehacer ofrece la extraordinaria posibilidad de influir en nuestro público receptor y facilita transmitir aportes encaminados a optimizar su formación como seres humanos y, por lo tanto, nos incumbe esparcir semillas de renovadas inquietudes, empeños y perspectivas. Asumir una actuación caracterizada por la urbanidad y la afabilidad serán altamente enriquecedores para los estudiantes.  

Por último, reitero lo explicado en mi artículo “En el Día del Maestro: Decálogo del ‘buen’ profesor” (2012): “…El desenvolvimiento de la pedagogía demanda, esencialmente, estándares morales que sean observados por el alumno como un referente que inspire fe, ilusión y credibilidad para su porvenir. Nuestra tarea no consiste en transmitir conocimientos, cifras y datos: nuestra misión es constituirnos en un ejemplo personal y demostrarles, con la consecuencia de nuestra conducta, que la vida es mucho más que un título académico y un número acumulado de horas de prácticas. Esa es la razón que debe inspirar a dedicarnos a esta noble misión. ¿Algún día será entendido así?”.  

“…La formación de los alumnos debe incluir, igualmente, el ejercicio del pensamiento, la actitud crítica y el cuestionamiento reflexivo. Todo ello, facilitará formar una sociedad de profesionales libres y capaces de defender sus derechos y de levantar su voz valiente de protesta ante la injusticia y el abuso. Ese es un objetivo central de la enseñanza en una sociedad sumisa, invertebrada e insolidaria como la nuestra. No solamente hay que darles información sino elementos indispensables para abrir sus ojos ante el engaño, la arbitrariedad y las vicisitudes del mañana”. Bienaventurados quienes luchan -sin desmayos, ni treguas- por hacer de cada encuentro académico una jornada en la que entregan talentos, entusiasmos y destrezas en su preclaro afán de forjar un mañana esperanzador.

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