El domingo 13 de enero de 1985 se publicó, en el suplemento del diario HOY, mi artículo intitulado “Saqueo en Paracas”. Era mi primera colaboración para un medio de circulación masivo. Recuerdo aún los aprietos que enfrenté, durante varias semanas, para elaborar este escrito y, de la misma manera, permanece en la retina de mis gratas remembranzas mi inmensa emoción al ver mi nombre en el periódico.
Allí describí con amplitud los luctuosos entretelones que vulneraban la intangibilidad de la Reserva Nacional de Paracas, un escenario importante y sensible de nuestra franja costera, amenazado por la desmedida explotación de la concha de abanico. Una incalificable acción promovida ilegalmente -y con la abierta intención de favorecer a determinados grupos económicos- por los funcionarios del gobierno de la época.
Unos meses antes había conocido a Felipe Benavides Barreda -el más renombrado y fogoso conservacionista peruano del siglo XX- cuyas acciones en defensa de esta representativa área natural protegida despertó mi identificación con los asuntos ambientales: una causa colectiva que asumí, a temprana edad, con perseverante empeño, altruismo e idealismo.
De esta forma, incursioné en la actividad que mayor regocijo y realización me ocasiona. Significó el punto de partida de una ininterrumpida vocación en el ejercicio del periodismo de opinión que durante muchos años estuvo dedicada, con énfasis y exclusividad, al tratamiento de múltiples dilemas ecológicos.
Una de las aseveraciones expuesta en ese texto y que, no obstante, el tiempo transcurrido, sigue teniendo plena vigencia decía: “Esta reserva es sólo un ejemplo, aunque el más vergonzoso y grave, de la destrucción generalizada de la ecología y el medio ambiente en nuestro país. Por si fuera poco, las autoridades no han mostrado el más mínimo interés en la protección del medio ambiente que nos rodea y nos sustenta”.
Han pasado 30 años y, a pesar de lo que pudiera suponerse, lo dicho en reiterados editoriales refleja una problemática sobre la que todavía tenemos incontables argumentos que exponer a fin de generar espacios de análisis acerca de tan complicados conflictos medioambientales que, además, conllevan una incidencia en el factor humano, inherente en las naciones del tercer mundo.
Arrojar semillas, sembrar inquietudes, aportar soluciones, motivar un cambio de actitud, incentivar debates, denunciar actuaciones sórdidas, llamar la atención sobre hechos lesivos, promover la difusión de valores, afirmar convicciones y dar a conocer mis antojadizos y subjetivos puntos de vista, han sido las inexcusables motivaciones para continuar -desde diversas tribunas cuyas puertas se han abierto- en esta tarea que me brinda la posibilidad de observar con ánimo censor sucesos de nuestra enrevesada realidad nacional.
Habitar un país variopinto, multiétnico, convulsionado, atiborrado de singularidades y con una inocultable ausencia de cultura general, constituyen elementos estimulantes para echar simientes. Por esta razón, siempre vienen a mi memoria las palabras del genial intelectual José de Sousa Saramago: “Yo no escribo por amor, sino por desasosiego; escribo porque no me gusta el mundo donde estoy viviendo”.
Es una manifestación de disconformidad y sublevación frente a una comunidad lacerada por la indiferencia, la apatía, la mediocridad, el egoísmo transformado en un estilo de subsistencia, la falta de pertenencia colectiva, la escasa o nula habilidad crítica y, en consecuencia, una acentuada incapacidad para cuestionar comportamientos que bloquean nuestra cohesión social.
Esta aptitud llena mi supervivencia y me hace sentir apto para ofrecer mi modesta entrega al bien común. Escribo para compartir con quienes integran mi cercano entorno. Es una expresión simbólica e inconsciente de mis afectos. Como pocas veces coincido con las declaraciones del inmortal literato Gabriel García Márquez: “Yo escribo para que mis amigos me quieran más”.
Es un modo de descubrir la vida y enriquecer mi espíritu. Constituye un modo de seguir creyendo en la posibilidad que, más temprano que tarde, estas contribuciones sensibilicen, conmuevan y despierten ilusiones. Mis alumnos integran un fantástico e inagotable caudal de inquietudes. Me complace sobremanera hacerlos partícipes de mis artículos.
Cada apunte, presentado con elevada dosis de agudeza, ironía y profundidad, es el resultado de lecturas, vacilaciones, deliberaciones y, especialmente, de mis deseos de ofrecer conocimientos, impulsar pensamientos y reorientar conductas. Los acontecimientos cotidianos son un océano riquísimo de trabajo e inspiración.
En los últimos tiempos he orientado mi creatividad hacia originales temas: etiqueta social, protocolo, ética profesional, atención al cliente, reflexión, autoayuda, cultura y la semblanza de personajes que despiertan mi admiración. Pretendo que cada escrito sea mejor que el anterior, pero no superior al que todavía tengo en mente preparar. Así renuevo mis entusiasmos y me comprometo con mis obsesionadas pretensiones perfeccionistas.
Estas líneas serían inconclusas si omitiera agradecer a quienes durante tantos años me han asistido y alentado -con desprendimiento y afán aleccionador- con sus correcciones, comentarios y precisas orientaciones: Hernán Zegarra Obando -a quien accedí gracias a la amable gestión de mi amigo y compañero de estudios Renato Neyra Bravo- añorado, punzante y serio periodista que acogió mi primer artículo, le dio forma y facilitó mi acceso a las páginas editoriales; mis recordados mentores Felipe Benavides Barreda y Augusto Dammert León, con quienes compartí, desde muy joven, mi acercamiento a la conservación del patrimonio natural y, por último, un efusivo reconocimiento a mi noble e incondicional amiga, la periodista Denis Merino Perea, cuyo rol es determinante, oportuno y generoso: tiene la paciencia de auxiliarme en la selección de los títulos adecuados para mis notas.
Estas aspiraciones me acompañarán invariablemente y ratifican mi analogía con ese Perú -como aseveró el notable indigenista José María Arguedas: “hermoso, cruel y dulce, y tan lleno de significado y de promesa ilimitada”- con el que todos tenemos el imperativo moral de coadyuvar a cambiar, desde sus más profundas raíces, con la finalidad de forjar un lugar en donde aprendamos a convivir y vislumbrar con esperanza nuestro porvenir y, por lo tanto, el destino de sus hombres y mujeres.