lunes, 17 de octubre de 2022

¿Qué es el Código de Ética?

Hace unos días se celebró en Lima el 52 Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA). Gracias al impecable protocolo trabajado por este organismo, en coordinación con el Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, el encuentro fue exitoso y concluyó en importantes acuerdos. 

Sin embargo, una noticia vinculada a su secretario general, el abogado, diplomático y político uruguayo Luis Almagro Lemes -que trascendió en círculos noticiosos- coincidió con la clausura de este cónclave: supuestamente habría una “infracción al Código de Ética de la OEA, pues un integrante de esta organización no puede tener relación amorosa con una colega al punto de que esto interfiera en su labor o represente una desventaja para los demás trabajadores”, señaló la agencia Associatted Press (AP). 

Este asunto se conoció hace cierto tiempo a través del libro “Luis Almagro no pide perdón”, publicado en noviembre de 2020 por Gonzalo Ferreira y Martín Natalevich, en el que tanto el titular de la OEA y su novia, la politóloga mexicana y funcionaria de este organismo Marián Vidaurri, hablaron de su lazo sentimental. 

En tal sentido, es propicio referirme a la trascendencia del “Código de Ética”. Según César Vieira Cervera, autor de la obra “Código de Ética: Mucho más que buenas intenciones” (2015): “Constituye un documento que reúne un conjunto de principios o normas éticas que regulan los comportamientos de todos los que integran una organización, incluidos los directivos”.   

Es decir, guía las funciones o actividades de los individuos en su vínculo con las variadas audiencias (trabajadores, compradores, proveedores, comunidad, gobierno, medio ambiente, entre otros). Recomiendo realismo, concisión y claridad; explicar el por qué y para qué de cada norma; preponderar el bien común sobre los intereses personales. Aparte de encarnar un compromiso activo y permanente y, por lo tanto, una puesta en acción de los valores que permitan una sana convivencia. 

Es conveniente destacar los valores corporativos como factores destinados a propiciar cualidades internas y externas; ayudan a comprobar si van por el camino correcto para alcanzar sus metas y tienen vital trascendencia en la imagen institucional. Representan una especie de “columnas vertebrales” que compromete a todos sus colaboradores sin excepción. Es una de las fuentes principales de las que se nutre el “Código de Ética”. 

Convendría incluir principios representativos como la probidad, la prudencia, la justicia, la idoneidad, la responsabilidad, la legalidad, la veracidad, la discreción, la lealtad, la transparencia, la equidad, la independencia de criterio, la igualdad, la solidaridad, la eficiencia, el honor y la neutralidad. Son los que vienen a mi mente al momento de definir aquellos que están por encima de jerarquías o responsabilidades. 

Según la estructura orgánica de la empresa se asigna la oficina encargada de su elaboración. Puede ser compartida o tener injerencia el departamento de asuntos jurídicos en coordinación con Recursos Humanos. Del mismo modo, puede convocarse a una compañía consultora o experto independiente. Su diseño demanda conocer la visión, misión, valores y políticas, entre diferentes aspectos medulares. 

Su aplicación debe estar antecedida de un proceso de inducción, acompañamiento e incentivos. Es un documento sustancial en la medida que su validez sea transversal y su cumplimiento esté reflejado, con especial énfasis, en sus líderes con el afán de constituir modelos de actuación y evidenciar probidad y consistencia. Éstos deben exhibir la convicción sincera de incluir la ética en la marca y reputación corporativa. 

Aconsejo contar con una instancia -con frecuencia llamada Comité de Ética- comisionada para su acatamiento y resolución de consultas sobre el “Código de Ética”, que podrían integrar personalidades de renombre o estar a cargo de un área específica. De esta forma, promueve la difusión de lo establecido en el código; diseña planes de reforzamiento y capacitación; aconseja la suscripción de convenios; evalúa infracciones y propone medidas de perfeccionamiento; absuelve dudas de sus integrantes; formula advertencias para propiciar un desempeño alineado con los objetivos institucionales. 

¿Es lo mismo el “Código de Ética” y el “Código de Conducta”? Una diferencia fundamental es que el primero presenta los valores de forma general sin describir situaciones específicas o posibles sanciones a sus trasgresores. Mientras el segundo instaura reglas concretas y, al mismo tiempo, precisa prohibiciones y castigos. En ocasiones se confunden o asumen como sinónimo. El primero es público; el segundo es interno y está inspirado en lo expuesto en el primero. Podríamos afirmar que el “Código de Conducta” reglamenta los enunciados globales del “Código de Ética”. 

Concurren indiscutibles avances en la concepción de la ética global. A partir de 1973, en el Tercer Foro Económico Mundial de Davos (Suiza) se propuso un “Código de Ética” para la gestión empresarial. Posteriormente, en el Foro Económico Mundial (1999), el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) Kofi Annan, planteó un Pacto Mundial basado en la responsabilidad pública, la transparencia y la defensa de los intereses empresariales, las entidades laborales y la sociedad civil para ejecutar medidas encauzadas al logro de sus principios.

Prevalece una inocultable diferencia en la forma como se concibe la ética. Tengamos presente que “está íntimamente ligada al desarrollo humano integral, refleja la biografía de la persona y el proceso de socialización por el cual ha atravesado y terminó moldeando un sistema de valores, actitudes y comportamientos”, refirió Carlos Darcourt Hurk en su documentada ponencia “Ética, Código de Ética y la Defensoría del Asegurado de Essalud” (2002). 

En el ámbito privado cada vez es más creciente su interés e implementación como un elemento encaminado a prestigiar, vislumbrar y otorgar realce al servicio o producto generado. Por lo tanto, fideliza, fortalece el clima laboral, atrae a los mejores profesionales, entre múltiples cualidades inherentes a su práctica. Va mucho más allá de evitar sucesos ilegales o contener disposiciones sancionadoras: contribuye a reforzar la vigencia de los valores y concebir estrategias que refuercen las conductas deseables para alcanzar el bienestar. 

No obstante, en el sector estatal persisten ostensibles silencios e incomodidades; se asume cómo una intromisión y subiste ausente empeño para su cabal vigencia. En síntesis, es espinosa, controvertida, atiborrada de desencuentros y vista como una “camisa de fuerza” que impone medidas que, además, están sometidas a la vigilancia colectiva. A pesar de los avances legales surgidos en los últimos años -en el caso peruano existe la Ley del Código de Ética de la Función Pública (Ley Nro. 27815, promulgada el 12 de agosto del 2002)- perduran reticencias sobre su plena incorporación. 

A nivel internacional la opinión pública ha logrado conocer sucesos referidos a corrupción, conflicto de intereses, negociación incompatible, entre otros, gracias a las disposiciones imperantes -inexistentes hasta hace algunas décadas- en la esfera del Estado. A ello conviene agregar el rol de las agrupaciones no gubernamentales, los medios de comunicación y de una población capaz de ejercer una ciudadanía alerta frente al papel de sus autoridades. La ética, como es obvio, pone en aprietos a quienes acceden a la función pública con la oscura intención de plasmar usanzas sórdidas. 

Soslayemos percibir el “Código de Ética” como un texto jurídico, barroco, improbable y distante de las más urgentes prioridades corporativas. Debe entenderse su valía con el propósito de afianzar un obrar digno y acorde a sólidos postulados y directrices. Quiero evocar las lúcidas palabras que me dedicó uno de los hombres más ilustres del siglo XX en el Perú, el insigne y recordado defensor del patrimonio ambiental Felipe Benavides Barreda (1917-1991): “Ética, como todo en la vida, es la mayor fuerza que tiene el hombre para defender la vida”.

domingo, 16 de octubre de 2022

¿Profesionalismo, ética y etiqueta social?

¿Qué entiende usted por “profesionalismo”? Implica cualidades por encima de meritorios títulos académicos, grados, especializaciones o habilidades duras. No obstante, en abundantes personas existe una visible y permanente confusión al respecto. Por esta razón, quiero reflexionar acerca de varios de sus componentes imprescindibles: la ética y la etiqueta social. 

Lo concibo como la forma de desarrollar ciertas ocupaciones contractuales dentro de un definido y sólido marco de valores. Es decir, va mucho más allá de cumplir una función asignada. Exige dedicación, mística, creatividad, coherencia e identificación. Se ve ampliamente reflejado en una actuación con elevadas e inequívocas condiciones de fidelidad y honestidad. 

Incluye las ineludibles pericias emocionales -encaminadas a establecer una óptima convivencia con sus pares, clientes y superiores- como la empatía, la tolerancia, la capacidad para superar situaciones de frustración, el autocontrol emocional, el temperamento, la buena relación interpersonal, el próspero trabajo en equipo, el arte de negociar escenarios de conflicto, la adaptabilidad y la resiliencia. Éstos son unos cuantos de los innumerables puntos a observar en quien espera obrar con genuino “profesionalismo”. 

Para los destacados investigadores, escritores y catedráticos cubanos Maribel Asín Cala y Daniel Fuentes Almaguer, “es un proceso social mediante el cual se mejoran habilidades con el propósito de hacerlas más competitivas en su profesión u oficio”. Por lo tanto, involucra virtudes de excepcional valía enfocadas al incremento de los estándares de desempeño y talento. 

Dentro de este contexto, concurre un estrecho e inequívoco lazo con la ética y las normas que definen a un profesional sin distinción de su jerarquía, actividad o del tamaño de la compañía. Es un punto central de partida en el quehacer corporativo; no está sujeto a transacción, ni condicionado a un manual o código; debe entenderse como una fortaleza en el ejercicio de cualquier función. 

Una vez más hago hincapié de lo expuesto con reincidencia a mis alumnos: rehuyamos concebir la ética con rigidez, inflexibilidad y apego reglamentario y, por lo tanto, como una materia que trunca la prosperidad en el mundo de los negocios. Todo lo contrario: se puede proceder con honestidad, transparencia, decencia y alcanzar el ansiado éxito. Son objetivos complementarios que generan confianza, realzan la imagen y crean valor agregado. 

Otra pieza de sustancial connotación es la etiqueta social, que demanda una postura tolerante, respetuosa y afable, con la finalidad de garantizar una interacción igualitaria e inclusiva con las personas. Conviene anotar aspectos tan básicos destinados a presentar un profesional con una correcta vestimenta y apariencia, imagen personal, lenguaje corporal, positiva actitud, espíritu de cooperación y excelso entendimiento. 

En tal sentido, detengámonos a evaluar la inmensa preponderancia de los modales, la cortesía y, especialmente, sus repercusiones en la armónica coexistencia y el bienestar psicológico. Está reflejada en la atención ofrecida a las diversas audiencias, en una elemental llamada telefónica o en las diarias maneras de comportamiento. La urbanidad adquiere visible compatibilidad debido a su rol significativo orientador de la conducta social. 

Es imperativo moldear hombres y mujeres poseedores de esmeradas condiciones que aseguren su interiorización. Ello demanda, entre múltiples variantes, docentes que constituyan un ejemplo, empresas que exijan perfiles integrales y jefes con condiciones de líderes aptos para representar el “identikit” anhelado. No siempre es posible este propósito en un medio lacerado por una aguda crisis moral que involucra principios cívicos, aptitudes blandas y sentido de pertenencia. 

Su diligencia facilita vencer determinados y reiterados obstáculos en ocasiones fuertemente arraigados en la cultura de las organizaciones: ausencia de liderazgo, usanzas autoritarias, pobres relaciones humanas, deficiente trabajo en grupo, falta de cohesión interpersonal, desconfianza recíproca, exigua autocrítica, inadaptabilidad ante los cambios, defectuosos mecanismos de comunicación, desmotivación y frustración general, reprochable atención al cliente, etc. 

Sin embargo, el “profesionalismo” incluso se encuentra ausente en abundantes ejecutivos de altas jerarquías del sector público o privado. Su carencia puede generar engorrosas e irreversibles repercusiones en el prestigio personal e institucional y, por cierto, en el clima interno como resultado de sus probados desenlaces en la credibilidad, productividad y reputación. Rehuyamos restarle envergadura a las problemáticas secuelas que conlleva su desatención. 

Debemos alcanzar el “profesionalismo” como expresión de crecimiento, evolución y satisfacción. Nuestro desempeño pondrá de manifiesto condiciones tan requeridas, en los momentos presentes, para incitar idóneas prácticas laborales y, en consecuencia, un desenvolvimiento asertivo. Recordemos la pertinente aseveración del filósofo, abogado y político inglés Francis Bacon “Las conductas, como las enfermedades, se contagian de unos a otros”.